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                                                                                     MUJERES DESATADAS

Mi sobrina, muy chiquitita. Tendrá 4 ó 5 años. Está sentada en una hamaca en la plaza. Mi hermano le está enseñando a mantener el equilibrio, a empujarse con los pies, a agarrarse fuerte con las manitos cerradas a las cadenas. Ella lo mira y hace todo lo que le indica. Parece que sí, que le está saliendo, muy de a poco. Mi hermano y yo nos apartamos como para que pueda manejarse con más libertad, a ver cómo lo resuelve. Mientras, charlamos, pero atentos. Ella no deja de observarnos. Cuando cree que nadie la mira, detiene la hamaca, se baja y va a buscar algo en su bolsito, que dejó apoyado sobre el tronco de un árbol que está muy cerca de la hamaca. La veo cómo vuelve caminando ligero, se sienta nuevamente en la hamaca, abre el libro que fue a buscar y se pone a leer.

Es de las mías, pienso.

Mi hermano se le acerca.

–¿Qué hacés, Mili? ¿No querés la hamaca? Fijate que tenés el libro al revés, además.

Mili da vuelta el libro.

–Igual, no sabés leer –agrega mi hermano, así de poco pedagógico que a veces resulta.

–No sé leer –le dice ella, muy resuelta–, pero lo sé decir.

Es de las mías.

La escena de la hamaca y una chica leyendo, unos meses después me parece repetida en la tapa de una biografía de Colette. Colette, a los dieciocho años, leyendo en el jardín de Chatillon Coligny, a fines del siglo XIX. Está en el fondo de su casa, entre enredaderas y macetas, fuera del alcance del ojo controlador de los padres, que son muy severos. ¡Qué mujer Colette! Dice que, cuando lee, se mete en la novela como si entrara en otro tiempo, donde todo corre más rápido y sus emociones se aceleran. Colette será toda su vida una exaltada; va a pasar de una experiencia prohibida a otra excitante, en un ritmo imparable. También es la lectora alienada. Pero para leer se aleja del gabinete que hay en su época siempre en una casa, donde se le permitía a ella leer solo un tipo de obra, la Historia de Francia, de Michelet, en el sillón de su padre, junto a Franchette, la más inteligente de sus gatas. Cuando se libere del todo, se va a ir al aire libre. De la privacidad de la lectura saltará al ejercicio libertario. Colette es un escalón en la liberación de la mujer.


Las mujeres atadas. Desatadas por la ficción.

Leer a escondidas, descubriendo los libros sólo aptos para los hombres (que son los que tenían capacidad de discernimiento, según ellos mismos) permitió a las mujeres relacionarse entre sí y crear un nuevo espacio vedado al otro sexo. Las mujeres se hacen entonces solidarias a todas las generaciones y a todas las clases sociales. De hecho, hacia mediados del siglo XIX, el libro ya forma parte del ajuar femenino y, en el cuarto privado, la que quiere puede esconderse a leer y sustraerse de las miradas censuradoras.

En esta época, las mujeres encuentran algo que las identifica: los mismos libros corresponden al mundo masculino y femenino: los usos que se hacen de ellos son diferentes.

Descubro, estudiando a Colette, que la lectora fue un tema recurrente en los pintores como Fragonard, Manet, Renoir, Draumier, Latour. Casi una obsesión. La mujer burguesa lee sola y en paz, no hace caso a nada a su alrededor. El pintor realista Bonvin, por su parte, pinta mujeres campesinas o criadas inclinadas en silencio sobre grandes libros ilustrados, vestidas con delantal y cofia blanca, arremangadas, interrumpiendo las tareas cotidianas para leer. La lectura contagia. Es activista.

En el siglo XIX, los periódicos, con sus novelas por entregas, hacen un gran favor a las mujeres lectoras. Mientras el hombre se dedica a leer noticias políticas o deportivas, la mujer se vuelca a las misceláneas y a los textos de ficción. La ficción se vuelve femenina. Los folletines son objeto obligatorio de conversación: muchos hasta son recortados y pasados de mano en mano. Algunas mujeres intentan, además, el oficio de periodistas. En Retrato de una dama, Henry James diseña el prototipo de la mujer trasgresora: a Isabel, la heroína de la novela, le basta la compañía de un buen volumen para iluminar sus inquietudes intelectuales y encontrar un lugar diferente en la sociedad patriarcal, que le será negado. Enamorada de los libros, a los que llega en su infancia atraída por las portadas, se refugia en un cuarto misterioso donde lee y nadie la encuentra. Con su amiga norteamericana Enriqueta, una periodista desfachatada, deambula por Europa y tendrá que soportar los comentarios maliciosos. Ser intelectual, en estas mujeres, es un estigma. Saber demasiado las puede conducir a la neurosis o al celibato forzoso. Es el momento en que las históricas Susan Anthony y Elizabeth Stanton editan el periódico The Revolution (1868): abolicionistas y sufragistas, su obra empieza a organizar a las huestes femeninas. Pronto, las mujeres de pocos recursos comenzarán a desarrollar una campaña lectora. Las esclavas negras en Carolina del Sur aparecerán en distintas fotos leyendo para otros.

Los personajes femeninos que son máquinas de leer fueron siempre mis favoritos. Ahora me doy cuenta. Mi mamá eligió para mí un nombre, en homenaje a una lectora y escritora argentina más que conocida.

Mi primer libro querido fue, quién lo duda, Mujercitas. Y la mejor de ellas: Jo, la que lee, hace teatro y publica sus cuentos.

En mi adolescencia, hubo muchas mujeres de papel a las que volví después siendo más grande: las chicas de las hermanas Bronte; Mme. Bovary; Anna Karenina; María, de Jorge Isaacs; las mujeres de la familia de Isabel Allende; las hermanas Mirabal; las mujeres de ojos grandes, de Ángeles Mastretta; Mafalda; Camila O’Gorman; la cocinera de Como agua para el chocolate, de Laura Esquivel...

Mi tema de tesis: los textos humorísticos de una mujer que representa a mujeres y que escribe como ellas hablan: Niní Marshall.


Ahora, los estantes predilectos de mi biblioteca están dedicados a mis lecturas de mujeres. Silvina Ocampo, Clarice Lispector, Almudena Grandes, Minae Mizumura, Amy Tan, Marguerite Duras, Alice Munro, Virginia Woolf, Natalia Guinzburg, Edith Warton, Katherine Mansfield, Emily Dickinson, Samantha Schweblin… Las escucho, a veces, hablar entre ellas.


 

 

 

 

 

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