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                                                                      EL CNBA, PIGLIA Y SARMIENTO

                                                       FRAGMENTOS DE UN DISCURSO VISUAL

 


En 2012, como Vicerrectora del CNBA, estuve a cargo del Acto en Homenaje a Domingo Faustino Sarmiento, por el día del Maestro. Se me ocurrió convocarlo a Ricardo Piglia para que le hablara a los chicos de quinto año. ¿Por qué lo hice? Por tres motivos. Primero, era una tradición invitar a personajes de envergadura pública a los Actos en el Colegio de la Patria (“Colegio de la Patria” suena retumbante, pero hubo un tiempo en que el Colegio sentía orgullo -o vanidad- de su historia, sus profesores, sus alumnos, sus ex alumnos). Segundo, me parecía injusto que, en los últimos años, profesores a cargo del discurso tuvieran palabras críticas y hasta agresivas contra Sarmiento. Fue así: lo que se pensaba como un homenaje terminaba en una denostación. Y a mí Sarmiento me inspira. Tercero, porque de veras pensaba que Piglia iba a poder, con sus palabras, recuperar lectores para Sarmiento.

Me facilitaron un contacto y le escribí. Él me respondió: “Estimada Silvina, le agradezco la invitación. Será un gusto para mí dar una charla en el Colegio. Un saludo muy cordial”. Y se prestó a ayudarnos a armar la gacetilla para difundir el encuentro.

No me equivoqué. Los ojos de los chicos lo seguían con una atención asombrosa hablar sobre: ¿Por qué leer a Sarmiento hoy? ¿Qué hay de vigente en él que como país nos obliga a una conversación prolongada?

Piglia retomó algunas preguntas. ¿Quién es? ¿Quién lo introdujo? ¿Quién lo conoce? Como decían de Sarmiento sus contemporáneos, cuando apareció repentinamente en la vida pública sin antecedentes de ningún tipo. Lo llamaron el “loco” y también “don Yo”, a tiempo que se multiplicaban caricaturas satíricas de él en los periódicos, con las que empapeló el comedor de su rancho en una isla del Tigre. A Sarmiento le gustó que lo criticaran con dibujos. Siempre pensó que, en política, es mejor que se hable mal de uno y no que no se hable en absoluto.

 

                                                

 Pero ¿quién era en realidad Sarmiento? Entre los papeles que dejó, se encontró un rollo de tela percudida que ocultaba su primer retrato: un rostro de unos treinta años pintado al óleo por manos anónimas. “El hombre era realmente raro”, dice el chileno José Lastarria. “sus treinta dos años parecían sesenta por su calva frente, sus mejillas carnosas, sueltas y afeitadas; su mirada fija pero osada a pesar del apagado brillo de sus ojos; y su cabeza, que reposaba en un tronco obeso y casi encorvado. Un joven viejo, en el que se adivinaba un espíritu interesante.”

En Recuerdos de provincia, donde reivindica el derecho de hablar de uno mismo, el autorretrato tiene segmentos equívocos: en los primeros años de escolaridad, es el mejor alumno de lectura y tiene asistencia perfecta; pero a partir de los trece, empieza a ser un joven nervioso y pendenciero, líder de una banda de muchachos que se pelean a pedradas en los barriales. Dos veces intenta salir de San Juan, su ciudad natal, para completar sus estudios: la primera, cuando es llevado por su padre a Córdoba al colegio Monserrat; pero una enfermedad lo obliga a volver rápidamente a casa. La segunda, cuando casi ingresa al Colegio Nacional de Buenos Aires, que becaba a estudiantes de cada provincia; en San Juan, donde hay más de un alumno con excelentes calificaciones –entre los cuales está Sarmiento- se recurre a un sorteo y el beneficiado es otro, de familia, pudiente, no como él, que vive en una casa de adobe en un barrio indigente. Sus padres lloraron amargamente y él lamentará toda su vida no haber entrado al Colegio donde se formaba a la clase dirigente. Pero en un punto no se queja más y comienza a autoeducarse.

Cuando le pregunten, entonces, de dónde ha salido, él dirá: “Mi genealogía empieza por mí”.

                                           De izquierda a derecha: Adolfo Alsina, Sarmiento y Dalmacio Vélez 
                                           Sarsfield

De 1850 a 1888, muchas son las imágenes que se tienen de su vida: el daguerrotipo que lo muestra con uniforme de teniente coronel poco después de Caseros; otro con barba cabalgando sobre un camello en África: allí es el bárbaro en un desierto indomable, el Facundo de oriente. 

Hay una foto de pie, abrigado con sobretodo y bufanda, sosteniendo bastón y galera. Y el óleo en su mesa de trabajo dejando la pluma para lanzarse a la acción. También hay otro retrato de perfil, con la banda presidencial sobre su pecho. O el del Sarmiento anciano, dibujado a lápiz por Carbalho que presidió  la sala de redacción del diario El Nacional de Chile. Asunción San Martín le sacó una última foto para la posteridad: Sarmiento muerto en su silla de lectura, que da la impresión de estar descansando.

“La iconografía de Sarmiento es profusa, pero generalmente inferior al tipo”, dice Leopoldo Lugones en su Historia. Hay otros retratos, daguerrotipos, fotos, caricaturas, bustos, monumentos. Y las palabras de Juan Manuel de Rosas, que bramaba después de haber leído Facundo: “El libro del loco Sarmiento es de lo mejor que se ha escrito contra mí: así es como se ataca, señor, así es como se ataca”.

Piglia pudo recordárselos a nuestros alumnos: Sarmiento está en las raíces de nuestra identidad contradictoria. Pero como todos, está disperso en fragmentos de un discurso visual o en anécdotas de todo tipo contadas muchas veces. El hombre dio y da que hablar. ¿Por qué? Porque pone siempre en debate a la Argentina. Aunque sea, como señala Rosas, porque para hacer política hay que dominar la lengua. Dominarla para que no se convierta en enemiga.

ADENDA

Vi una última vez en persona a Piglia. Yo entraba en el buque Francisco, rumbo a Montevideo. Él, también. Era el día de la inauguración del barco. Para proteger el alfombrado nuevo y reluciente, nos hacían poner unos zapatos de tela. Teníamos que posar el nuestro sobre un aparato en el lugar exacto para que automáticamente saliera el envoltorio protector. Descubro que Piglia está haciendo su intento. Varias veces. No puede. No acierta a colocar el pie sobre el aparato. Voy a saludarlo, pero me detengo. Sé que no es el momento. Quizá más tarde, cuando lo vea en algún salón. Pero no lo veo. Tiempo después, me dicen que tiene una enfermedad horrible, de la que muere finalmente. Guardo otra imagen de él. La del hombre sonriente, amable, caballero, generoso, contento de poder hablar de literatura y de la vida.

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