BORGES Y BIOY. AMIGOS SON LOS AMIGOS

                                                                


                                                                    AMIGOS SON LOS AMIGOS 

Es menor que yo algunos años. Lo que no recuerdo es en qué circunstancia lo conocí. Lo que sí que, cuando se casó, yo fui el testigo de boda; yo y el capataz de la estancia en el pueblo de Las Flores. A decir verdad, a los padres de él no les gustó para nada ese casamiento. Pensaban que ella no le convenía, porque era mayor para empezar. A ella no le gustaban las historias que escribíamos juntos. Cuando las leíamos en voz alta, decía que eran una sarta de pavadas. Pero nosotros nos reíamos tanto que, por momentos, no podíamos seguir trabajando. Ella se asomaba al escritorio y nos preguntaba si éramos un par de idiotas. Para molestarnos, ponía discos en el fonógrafo. Enseguida comprendimos que había algunos que no nos dejaba inspirar, como los de Debussy o Wagner; pero otros, como los de Brahms, nos enfervorizaban. Cuando terminábamos de escribir un relato, si alguien nos preguntaba si esta o aquella frase era de uno o de otro, no lo sabíamos. Nunca nos sentimos rivales.  De noche, después de cenar, nos íbamos a la biblioteca y escribíamos juntos hasta la madrugada. Al fin, abandonamos y cada uno escribió lo suyo; pero seguimos viéndonos y comiendo juntos todas las noches. Hasta tal punto que, si una noche no podía ir a su casa, llamaba especialmente para avisar. Yo diría más bien que formábamos un trío con ella, en el medio, a distancia, silenciosa pero vigilante. Para mí, él es un hombre inmune al fanatismo o el escándalo y, sobre todo, un gran humorista. Ha escrito una de las novelas más perdurables de la literatura argentina y que yo no dudé en prologar. Pero ella es una mujer de genio. Aunque fue perjudicada por su apellido ¿no? Se la ve como a la menor, lo cual es falso. Lo que nos molestaba de su hermana mayor era que nos trataba como a súbditos. Una noche hizo una fiesta en San Isidro; la casa estaba repleta de gente importada y fue como una obligación no faltar. Ahí estábamos charlando los dos, un poco aislados del resto, a un costado, entre unos sillones y una biblioteca, cuando se nos acercó y nos alentó a que nos sumáramos a la fiesta: “No sean mierdas” –nos dijo de mal modo- “y atiendan a los invitados”. Eso nos molestó lo suficiente como para que, sin que nadie lo notara, nos desplazáramos a la puerta de calle y nos fuéramos a caminar y charlar sin interrupciones. Quizá ahí nos hicimos amigos. Puede ser: para mí las fechas son borrosas. A él le gustaban como a mí las películas de gangsters, muy particularmente La batida y La ley del hampa. Contaban una historia simple, que por lo general culminaba en algún trágico episodio donde el coraje se sobreponía a las más terribles circunstancias. Los finales éticos siempre me atrajeron; en cambio, a él les gustaban más bien los protagonistas displicentes, que no se escandalizan ante la bajeza de la gente contra la que deben actuar porque se parecen bastante a ella. Sí, éramos bien distintos y eso nos favorecía. Yo lo sentía como un hermano; por eso le contaba cómo me había enamorado y cómo sufría, y él me decía que las mujeres se sentían tan poderosas conmigo que me maltrataban. A él, en cambio, ninguna mujer le destrozó la vida, no era un trágico. Mi madre siempre decía: “Yo he vivido con dos locos, el padre de Borges y después, Borges”. Él nunca experimentó la sensación del miedo o la desesperanza. Nunca le gustó Kodama: creía que yo no estaba enamorado y que ella me resultaba insufrible. Lo llamé dos veces, antes de mi muerte, desde Europa, para despedirme. Yo sé que se volvió irreal cuando supo de mi muerte. Yo sé que pensó que no estaba bien morir en un lugar ajeno, solo y alejado de la gente amiga.    


    

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