Walt Whitman es el primer poeta que leí porque sí
en una edición que me vendió un librero hippie,
en Mar del Plata,
en los setenta.
Walt Whitman, de Long Island,
que visita a Poe, cuando publica “El cuervo”,
y se divierte con sus otros amigos, los choferes de ómnibus.
Ese Whitman que conocemos todos
–con sus cabellos demasiados largos y su barba legendaria
y que va vestido como un maestro carpintero–
construye casas, donde va a vivir, y las abandona
(porque él es así: de todo se va después de un tiempo).
Dice en un cuaderno de apuntes que lleva a todas partes:
“Sé siempre claro; no seas enigmático”.
Y así escribe lentamente las Hojas, mientras ve cómo transcurren
la guerra civil y la epidemia del cólera.
Son escenas obscenas estas Hojas -dicen-,
horribles inventos contra la lengua inglesa,
contra el hombre y la mujer como Dios manda;
su venta pide prohibir Nueva Inglaterra
y la Sociedad para la represión del vicio
y la indecencia y el sexo no ortodoxo
y la forma bohemia de vivir
y la libre circulación de las ideas.
Ya es para entonces el loco, el rudo, el misterioso
escritor que trata de huir de la miseria
y al que el descastado Oscar Wilde rinde homenaje
una tarde en su residencia de madera.
Compra, en 1884, en Camden, una última casa
donde escribe los libros
que sale a vender, cargando
una mochila miserable.
Es el destartalado poeta gris
que dice de Lincoln siempre lo mismo
año tras año en cada homenaje.
No tuvo mujer para dejarle nada, pero sí seis hijos,
y una larga agonía porque tardaba en morir,
al tiempo que sus Hojas eran varias veces
mutiladas.
Se cantó a sí mismo la canción de las imágenes;
ese fue el himno del barbudo, tostado por el sol,
con el cuello sucio y repugnante,
el canto del borracho escéptico y deísta,
del homosexual o bisexual,
del errante y sediento
buceador. Del ecléctico
que juntó, de verdad, todas las voces:
la de la mujer, grande como la del macho,
la del anciano y la del joven,
la del que es tonto y la del otro,
la del yanqui y la del sureño,
la del labrador, del mecánico, del artista, el caballero,
la del marino, del cuáquero y el prisionero,
la de la prostituta y el iluso vendedor de vanidades.
Yo mismo suelo pensar que sé poco o nada sobre mí
vida real, cuenta Whitman de sí mismo, sólo unas cuantas señas,
unas cuantas y borrosas claves e indicaciones.
Existo tal cual soy y es suficiente.
Pero murió un día, como todos, y su cuerpo viejo y ya frío
fue visto por más de mil personas en tres horas,
que pusieron sobre el ataúd de roble gigantesco
flores, frutos, guirnaldas y coronas.
Sólo, entonces, hizo un silencio perfecto
y buscó unir el sol y las estrellas.
Borges, en su memoria, escribió “Camden, 1892” y dijo:
El hombre viejo
ociosamente mira su cara en el cansado espejo.
Piensa, ya sin asombro, que esa cara
es él.
En la superficie de noches y de reflejos gastados
de viejos que miramos nuestras manos herrumbrosas
y que repetimos las letras de nuestros nombres pasados;
tan pero tan viejos y solos
que ya no significamos nada para nadie,
escucho el canto de Whitman a sí mismo y a los otros,
veo sus ojos fatigados,
los párpados a medio caer sobre las pupilas
claras.
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