POP UPS 11


                                                      You say you want a revolution

Ayer vi una película común y corriente por PrimeVideo y hoy me levanté temprano con ella dándome vueltas en la cabeza. Es la historia de un par de vidas en el barrio de Harlem, en el norte de Manhattan, en los años sesenta. Él es un saxofonista autodidacto con talento suficiente como para convertirse en Charlie Parker y se gana la vida tocando con una banda en un bar llamado Blue Morocco; ella, una chica de clase media, cuya madre lidera una escuela de buenos modales. Los dos son negros –como todo lo que se ambienta en el Harlem− y juntos rinden culto a una frase de Shakespeare, que dice algo así como “la vida es demasiado breve como para no dedicarla a lo que te apasiona”. Parece al principio que uno va a conocer a dos “ganadores” (sí, winners); sin embargo, a lo largo del relato, vemos que no, que se detienen en el medio de la cosa. Me interesa él particularmente, porque es un artista y no se da cuenta. De los cuatro que forman la banda de jazz que integra, él es quien escribe los temas exitosos e interpreta como para perderse en los surcos sinuosos de una melodía infinita y no volver más. No uno sino dos empresarios le ofrecen saltar a la fama a él solito, pero su sentido ético en torno al trabajo en equipo lo hace quedar ahí, pedaleando en una bicicleta fija. Es decir, se pierde todas las oportunidades. Está a punto de ser abandonado por la chica además; pero como ella está enamorada como una adolescente de mi época. lo sigue con el pensamiento a todas partes (y con otras cosas que el pensamiento también); hasta que, más allá de todos los obstáculos que él le hace sortear, se lo queda –suponemos que para siempre. Cuando termina la película, uno podría conformarse con esta historia de amor sin barreras (ella no sólo ha tenido que esperarlo a él a que se decida, sino que ha tenido que lidiar con su madre que le ha envuelto en paquete de regalo a un candidato a su altura, negro, de clase social acomodada y con dinero −los matrimonios mixtos en esta época no están al uso). 

Salta a la vista, sin embargo, una lectura más interesante de la que ejemplifica el título: “El amor de Sylvie" (Sylvie’s love): ¿Qué es lo que le impide a él despegar? ¿Por qué se condena a un destino mediocre? ¿Por qué tarda tanto en apostar por sí mismo y se le van todos los trenes?

Quiere la casualidad que yo esté al mismo tiempo leyendo una novela de Vivian Gornick y su condición de flâneur fatal por el Bronx natal. 

Rebanar, cortar, trinchar, arremeter, machacar, hostigar son todos verbos que le cuadran perfectamente a esta escritora salvaje de periódico. Y con la lengua esa afilada que dice que tiene, en sus Apegos feroces parece que se estuviera sacando a lonjas la piel, cuando muestra episodios de su vida de reportera y de amante. Es otra a la que le cuesta creer en sí misma. Deambula hasta encontrar algunas claves que le permitan soportarse. Habla de su madre, que es muy parecida a la mía (de esas madres que te marcan a fuego y no te dejan respirar, aunque vivas de espaldas a ellas) y dice que su pasión es leer. Somos tan parecidas. 

Hacia la mitad del relato creo que la conozco perfectamente; pero de pronto me sorprende con un giro genial y ya no entiendo nada: es una diosa tornasolada que no puede llegar a la cúspide, porque la necesidad que tiene de criticarse (que no es justa) le quita energías para ascender y lanzar lucecitas. Ella sabe que es una mujer impar y, como narradora, te lleva de la mano. Te lleva ¿adónde? Vas subiendo con ella. La idea es subir. Quizá hay en ella el mismo temor del saxofonista negro autodidacto: llegar es demasiado fácil, mucho más que sostenerse en la escalada. 

Cuando los Beatles de los sesenta dicen que todos queremos cambiar el mundo (we all want to change the world), hay algunos a los que nos cuesta hasta modificar alguna cosa de nosotros mismos, más no sea de a poco.

Hay una escena, la mejor de la novela, −y con esto termino− que es un paseo en bicicleta con una amiga hasta el Bronx Park East (viajar en bicicleta fue un signo de la emancipación de la mujer a fines del siglo XIX). “Sobre las bicis nos sentíamos libres y valientes; exploradoras inteligentes en tierra extraña”. Es un pedaleo hacia delante de los pocos que tiene el relato. “El revuelo que levantábamos era reflejo de lo que crecía en nuestro interior (…), la bicicleta era una ráfaga extraordinaria, excitante y aterradora, un sobresalto de emociones. (…) El recorrido era puro goce”. Una pequeña revolución, como se ve, que tal vez sea lo único posible. No todos estamos llamados a lo grande.     

ADENDA: Las madres en los dos relatos son grandes personajes que se comen a sus hijas.      

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