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                                                       Diccionario familiar

Mi abuela me contaba historias fabulosas de las estrellas de cine de los años 30. Desde que se había quedado viuda a los veintinueve años y se había ido a vivir con su hermana mayor, que era soltera, y con sus dos hijos varones a una casa en Caballito, se daba ese único recreo: ir a la matiné casi todos los días y charlar, hasta la noche tarde, de romances y medias de nylon, de los ojos de Greta Garbo y de los pañuelos al cuello que estaban de moda.

Hablaba incansablemente. Y se reía mucho. A mí me parecía que tenía una vida feliz y que era incapaz de enojarse. Las parientas la llamaban la gorda; mis primas segundas, la tía María. Pero, en realidad, la habían anotado como Ángela. Todos en mi casa paterna tenían varios nombres: el de nacimiento, el del bautismo y el apodo, por lo menos; a veces, se agregaba algún otro, generalmente, secreto. Ese no había que divulgarlo. Por ejemplo, mi abuela me decía:

-No vayas por ahí a contar que a doña Marina le decimos “la cheruna”. No seas “estómago resfriado”.

-¿Qué quiere decir cheruna?–le pregunta yo con mi incipiente inclinación filológica.

Y ella, alta y corpulenta como era, se paraba rígida, con la cabeza levemente inclinada hacia adelante, los ojos mirando fijo; arrugaba el entrecejo, los labios se le curvaban hacia abajo y resoplaba exageradamente por la nariz. Entonces, los que estábamos alrededor comprendíamos qué quería decir “cheruna”, aunque no sé si exactamente todos lo mismo. Había nombres secretos para casi todo el barrio: la “ruñuna” era la de la fiambrería apestosa de la esquina de su casa; el “chinín”, el que vivía al lado y que miraba entrecerrando los ojos; el “farabute” era el vago de la vuelta; la “sufística”, la dueña de la casa de enfrente, que “se daba dique”, y por eso también la llamaban “la diquera”. Las vecinas paquetas eran de "la casa real" o de la "ca real", como sintetizaba. Nuestra familia tenía un diccionario propio, que nos identificaba y que nadie podía usar sino nosotros. También estaba compuesto por frases, como “Tres cuartos”. La acuñamos una vez que sonó el teléfono durante la cena y mi papá, como no quería atender, le pidió a mi hermano mayor que derivara la llamada. “Decile que llame al 583-92 tres cuartos”, le dijo, justo en el momento en que tomaba una copa de vino. Bueno, “tres cuartos” quedó para la historia. Y cada vez que veíamos a alguien que se estaba pasando con la bebida, uno medio chupandín, bastaba que dijéramos “tres cuartos” para empezar a reírnos como idiotas. Y así nos sentíamos unidos por el lenguaje.

Quizá mi abuela tuviera otros secretos, pero nadie hubiera podido adivinarlos. Yo siempre pensé que había sido muy extraño que se casara con un armenio, escapado de la matanza de Ararat y que bajó de un buque, a los 19 años, en un país insólito. Cómo se gustaron y qué cosas se habrán dicho, sobre todo él, que apenas articulaba el castellano, no me lo contó ni a mí ni a nadie. Esas frases no las sabemos.

Una vez, cuando tenía cinco años, mientras almorzábamos en casa, mi mamá me dijo:

-       No comas tanto, que te vas a poner gorda.

-       ¿Y entonces?

-       Si estás gorda, no vas a conseguir marido.

-       ¿Por qué? ¿Las gordas no se casan?

-       Sí, pero no son felices.

-       ¿Por qué?

-       Porque son gordas.

Y ahora que recuerdo esto, me quedo pensando si mi abuela, la gorda, habría sido feliz, como yo creía. 

(A acuñar frases domésticas me enseñó Isidoro Blaisten)

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