POP UPS 7

   


                                                                               YO TENGO UNA AMIGA MONJA

Pongamos que se llama Norita y yo, Mariana. De vuelta al pasado, los recuerdos se mezclan y varios personajes se cruzan entre sí. Pero pensemos que era mi compañera de banco de la escuela primaria y vecina. En realidad, se llama Gabriela Nora. Nora como su mamá. Pero en el colegio, las monjas la habían apodado Norita, porque en la división ya había tres Gabrielas. Vivía a la otra cuadra de casa, apenas pasando la verdulería de la esquina de Fragata Sarmiento y Tres Arroyos. Era en algo parecida a mí: el pelo tendía a un tinte pelirrojo, tenía la piel muy blanca y pecosa, era prolija en su aspecto exterior, sonreía por costumbre. En lo demás, diferíamos notablemente. Ella era (es) alta y delgada; yo, baja y redonda. Ella, racional y de gestos controlados. Yo, emocional y brusca en el trato. Ella, selectiva en lo que refiere a sus amigas; yo, compañera de todas, la coordinadora de grupos. Ella, meticulosamente estudiosa. Yo, lectora múltiple y atolondrada. Ella, segura de sí misma. Yo, desconfiada de todo. Ella, de buenos sentimientos. Yo, un poco jodida.

Pero igual nos hicimos amigas. Nos gustaba jugar juntas. A ella la apasionaban los juegos tranquilos, de mesa: el ludomatic, el ahorcado, las cartas, el tutifruti. Yo prefería jugar a la pelota en el pasillo largo que había en su casa, justo a la salida del living comedor y por el que se accedía a través de una puerta con un recuadro vidriado en la parte superior.

En la casa de Norita, tenía dos grandes “enemigas”. Su mamá y su abuela, que la habían criado solas porque el papá había muerto cuando ella tenía cuatro o cinco años.  Nunca supe bien por qué, pero a pesar de que disimulaban su hostilidad, yo sentía (recuerdo que sentía perfectamente) que no les gustaba que tocara el timbre de su casa y que esperara a que asomaran la cara por la ventanilla de la puerta y les preguntara:

      ¿Está Norita?

De hecho, algunas veces, vi cómo se ocultaban detrás de la cortina del ventanal que daba a la calle y no me abrían. Otras veces, sí me atendían, pero me decían que Norita no estaba, que se había ido al médico o a la casa de una tía. A mí no me importaba mucho que me mintieran o me destrataran. Eran tantas las ganas que tenía de jugar con mi amiga que estaba dispuesta a sufrir cualquier humillación.

Mucho después me di cuenta de que las dos mujeres cuidaban de la hija y la nieta única de cualquier influencia negativa, que venía a ser yo. Tal vez, no yo. No era yo. Era mi mamá, que no les caía bien. Eran mis hermanos varones, con quienes temían que Norita se cruzara, porque eran tan maleducados. O era yo, puede ser, pero otra yo, alguien que la primera yo no comprendía muy bien por qué la otra podía ser rechazada.   

El caso es que Norita, en séptimo grado, se pasó a otro colegio y tuve que buscar a alguna compañera que ocupara su banco a mi lado en clase. No fue problemático, porque cuando ella se fue, yo ocupé su lugar: pasé a ser la alumna con más alto promedio y todas querían sentarse conmigo para copiarse. Es más: las interesadas decidieron turnarse una por mes para lograr ese beneficio. Estos cambios a mí me entretenían y como no me molestaba pasarles los resultados de los ejercicios de matemática o el análisis sintáctico de las oraciones, me hicieron ganar también ese fin de año el trofeo de mejor compañera. Recuerdo que me sentí muy contenta con el diploma y el libro de oraciones y de frases para reflexionar firmado por todas las chicas del grado, que me entregaron durante el acto del Día de la Familia, mientras el coro cantaba a capella “Jesús es mi mejor amigo”. Todavía tengo el libro, que se llama Triunfo, pero ahora qué lástima, he dejado de rezar.

Lo que voy a contar pasó antes de que Norita se fuera del colegio y la dejara de ver por varios años, a pesar de que seguíamos viviendo una a la cuadra siguiente de la otra, y fuéramos al mismo quiosco o a la misma parroquia a escuchar misa (nuestros horarios, se ve, no coincidían). El hecho fue que una tarde que estábamos jugando a la paleta con Norita en el largo pasillo de su casa, pegué un pelotazo con tal fuerza que fue a dar en el vidrio de la puerta. Como era de esperar, saltó como una lluvia de muchos pedazos chiquititos. La cara de la abuela de Norita apareció entonces a través de una ventana que daba también al pasillo, que era la de su dormitorio, y pronto llegó hasta el patio y se paró con las manos en jarra frente a nosotras, que estábamos ahí todavía un poco sorprendidas y, de hecho, sin poder tener tiempo para inventar una mentira que nos salvara.

–¿Qué hiciste, Mariana? –me dijo, a los gritos– ¿Qué hiciste?

No sabía que responder y no respondí. La vi cruzar el pasillo hasta mí, hecha una furia, mientras Norita, corriéndola por detrás, insistía en que la culpa era de las dos. Se me hizo un nudo en la garganta, pero no me puse a llorar. Me tomé unos segundos para rearmarme, como hacía cuando mis hermanos me querían sacar a los empujones de los juegos de mesa o querían arrebatarme la bicicleta, que era para chicas y era mía. Eso era con bastante frecuencia, así que estaba bien entrenada.   

–¿Quién te enseñó a patear pelotas? –vociferó.

–Mis hermanos –y agregué, negando con la cabeza: –Pero no la pateé.

Con eso que le sonó se ve irreverente, la abuela ya no fue una abuela. Se abalanzó sobre mí de manera tan violenta que pensé que iría a pegarme y retrocedí varios pasos de espaldas para atrás. Ahora sí me daba mucho miedo. Las abuelas, cuando yo era chica, tenían por lo general fama de mujeres sonrientes, cariñosas y complacientes con los nietos. Esta, por el contrario, se la pasaba protestando por una cosa o por otra, sentada en una silla hamaca en un pequeño saloncito que había apenas se abría la puerta de entrada, casi a oscuras, con una radio siempre encendida pero con un sonido apenas perceptible. Muchas veces se escondía cuando yo llegaba. Yo misma veía cómo se desplazaba fugazmente del living a su cuarto, cerrando la puerta con disimulo, cuando escuchaba mi voz y sabía que entraba para jugar con Norita. No parecía estar interesada en nada que no fuera su nieta, a la que se acercaba para darle una Tita o una Rodhesia, que luego Dorita compartía conmigo, sin que ella lo supiera. Pero en ese momento y ahí tan de golpe frente a mí era signo de que ya no me aguantaba más. Y se irritó todavía más cuando agregué juro que sin malicia:

–En mi casa se rompen vidrios todas las semanas y nadie hace tanto problema.

La abuela no entendió lo que quise decir. Lo que literalmente quise decir. Norita, sí; es más: adivinó lo que se venía porque pegó un grito llamando a su mamá que me puso en alerta. No sé si hizo bien: ahora tenía a dos personas que venían por mí. Mi amiga se me pegó al lado y las miraba desencajada, como desconociéndolas. Tal vez fue verla a ella en ese estado por lo que se detuvieron justo a tiempo y dieron la vuelta, dejándonos solas en el pasillo y agarradas de la mano, con la mirada perdida en las manchitas marrones de las baldosas.

Unos minutos después, mi mamá me vino a buscar. Adiviné en seguida que la habían llamado por teléfono para que me hiciera desaparecer. Recogí entonces mis cosas en silencio y me fui, amenazada ahora triplemente.

La cuadra hasta casa fue muy larga y angustiante. Amagué en ir a comprar algo a la librería de don Roberto, que estaba justo en la ochava del lado de enfrente, para ganar un poco de tiempo. Habré pensado ingenuamente que podía extender un plazo que de todas maneras se iba a cumplir. Pero mi mamá me clavó las uñas en el antebrazo y me empujó hacia adelante. Yo iba a los saltitos. Recuerdo que vi pasar a la maestra particular de inglés, que era nuestra vecina, y que me dio mucha vergüenza. Pobre, debió haber visto mi cara de terror y mi cuerpo, arrastrado como una bolsa llena de cosas sin peso.

Mi mamá me arrinconó alrededor de la mesa del comedor. Ella corría para una esquina de la mesa y yo me desplazaba instintivamente para la otra; así tres o cuatro veces, hasta que apareció mi hermano mayor, que nos miró con asco, como siempre, y preguntó:

–¿Què pasa? ¿Qué hizo?

– Le contestó mal a la madre y a la abuela de Norita.

–Uh, bueno. Dejala tranquila. Vos también les decís de todo a esas dos viejas amargas.

Fue la primera vez (ahora no recuerdo si la última) que la intervención de un hermano me salvó de una paliza y tuve que agradecerle, aunque no lo hice en voz alta. No creo que estuviera de mi parte. Simplemente tenía a sus contrincantes clasificados y yo, en este caso, no figuraba entre los primeros puestos. Y a mi mamá no le daba bronca tanto que yo fuera una maleducada, como que la expusiera a ella a tener que disculparse y quedar en desventaja frente a las vecinas. Además, había sonado el timbre y no era cosa de estar ventilando a todo el barrio lo que había pasado entre unas nenas y unas mujeres mayores.

Desde entonces, no volví a la casa de Norita a jugar. Su mamá en algún momento tuvo el gesto de reivindicarme. Me dijo que, cuando quisiera, fuera a su casa a tomar la leche con Norita. Pero la mía me lo prohibió rotundamente, así, como se decía en casa: “Te lo prohíbo rotundamente”. Al poco tiempo, empezaban las vacaciones de verano y a mi amiga la cambiaban de escuela.

Pasó el tiempo y solo la vi una vez, una sola vez, con alguien que parecía ser su novio, caminando por la plaza Irlanda. Éramos adolescentes y habíamos cambiado mucho. Su novio se parecía a ella.  Era lánguido, con cara de obediente. Otra vez vez, el día que se hizo monja de clausura.

Comentarios

  1. Queda por pensar la historia de las dos mujeres y la chica, porque lo leído no sugiere esa determinación final.

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