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                                                      MIS FRASES HECHAS




Fui escritora exitosa de manuales de lengua y literatura. Tenía un editor, el genio de la industria de las texteras −hizo con la venta de libros para la escuela una fortuna considerable y hoy vive de las glorias pasadas en un suburbio de Londres−, que apuntaba directo a mi corazón de artista relegada. Una vez le preparé un proyecto de colección de lectura para chicos y adolescentes, en el que insumí varias semanas de trabajo. Todo lo calculé: el contenido planteado en secciones de acuerdo con las últimas tendencias en didáctica, el diseño visual, atractivas tapas y contratapas, listas de autores e ilustradores de lo más cotizado en el mercado. Ya veía todos los volúmenes imaginarios, alineados en estantes de la biblioteca de mi oficina, cuando este editor, después de echarle una mirada en diagonal a las diez o doce páginas del proyecto que tenía desplegadas sobre su escritorio, me dijo:

–¿Y esssto –remarcando la “s” y haciéndola sonar sorda–, ¿a quién se lo vendo?

Fue entonces cuando aprendí a hacerme una de las preguntas más importantes en la vida: ¿quién me va a comprar?

Siempre fui una de esas personas que necesita ordenar, poner en limpio y, de alguna manera, empezar de nuevo. Por eso suelo cada tres meses vaciar los placares y cajones, descartar lo que no uso o no me gusta, o está viejo o que no quiero, y guardar lo poco que rescato en pilas oxigenadas, separadas una de otras. Cuando contemplo esos estantes con todo lo que tengo o desplazo mi mano sin problemas cuando necesito sacar algo; cuando observo esos huecos estratégicamente dispuestos para que alguna cosa nueva venga en el momento oportuno a ubicarse donde corresponda, me digo con satisfacción: esta soy yo. Estas son mis palabras: orden, limpieza y claridad, resabios provechosos de mi estado docente (activo o pasivo). Por eso, cuando oficiaba de editora junior allá por los ochenta, en las páginas de mi manual las cosas estaban donde debían estar. Siempre unas pocas y significativas, lo que yo creía que iba a permitir al alumno desplazarse por ellas progresivamente, con comodidad, sin atiborrarse de datos superfluos. Bueno, este dueño de editorial, que chequeaba personalmente cada producto “vendible”, miraba una sola página de entre todas las propuestas, la primera que tuviera a mano, pero no leía lo que estaba escrito, sino que se dirigía directamente a los blancos; y con su birome colorada hacía un redondel en el espacio inmaculado y mirándome fijo a los ojos me recriminaba:

–Esssto–con la punta del índice golpeando el centro del círculo dibujado en el papel– yo también lo pago –y el “también” quedaba ondeando unos segundos por su oficina atestada de papeles, paquetes, termos de café, cuadros hechos con los posters alusivos que traía de sus innumerables viajes por las ferias del libro del mundo.

Me hacía entonces completar todo lo que fuera llenable en la página con distintos tipos de letras, ilustraciones a colores o algún ejercicio extra si es que todavía había lugar. Horror vacui, lo llamaba yo; él no lo sabía. Naturalmente este epíteto perifrástico tenía poco que ver con una inclinación estética y mucho más con su estilo negrero. Él, por su parte, me llamaba a mí "la escriba"; yo no lo supe hasta bastante después de haber cerrado la puerta de mi oficina para siempre en su editorial. Y en essssto también tenía bastante razón ese monstruo. La segunda lección que aprendí fue precisamente esta: No te vendas a nadie.

Mi vida, desde que salí al campo de batalla de lleno, en la editorial y en la vida, alternó entre dos fuerzas contradictorias: necesitar conquistar, pero desestimar al mismo tiempo a quien me ponía precio.

Mi madre también tuvo bastante que ver en esssssto. No todo es obra del magnánimo derrochador de frases de autoayuda. Ella, por ejemplo, me enseñó a arreglármelas sola. Como le dijo la suya a Lázaro de Tormes, poniéndole sobre el hombro un atado colgado de un palito: “Válete por ti”, y con una mano lo empujó fuera de la casa. Doy un ejemplo: la primera vez que fui al colegio. No había salita maternal y a veces ni siquiera pasabas por el jardín de Infantes y el Preescolar no existía. Pero yo sí fui al Jardín de las monjas y ese día lo tengo retratado a fuego. Estoy en el micro del colegio, en el primer banco detrás del asiento del chofer, que está preocupado por mí, porque yo lloro, no dejo de llorar, lloro tanto que me dice que va a tener que parar el micro porque tiene prohibido llevar nenas que lloran. Para mí mejor, pienso, que pare, me quiero bajar y volver a mi casa. Miro por la ventana a un lado y otro: los tejados colorados, los jazmines que trepan las paredes, los portones de madera, las bolitas de los plátanos tiradas en las veredas. Todas las cuadras son iguales, pero ninguna es la de mi casa. ¿Adónde voy a ir, pienso, si me bajo del micro? No tengo escapatoria.

El chofer extiende, por detrás del respaldo del asiento, uno de sus brazos gordos hacia mí y me roza la rodilla. Me aparto de un salto al asiento de al lado porque me da miedo; el delantal se me sube y se me ve la bombacha. La mano grande del chofer se abre frente a mí y me dice: ¿Querés un caramelo? Es un sugus de frutilla, los que más me gustan, le digo que sí, que gracias, me bajo el delantal, lo agarro, me lo meto en la boca y vuelvo al asiento al lado de la ventana. Siento los gasecitos del sugus en el paladar, mientras lo hago dar vueltas con la lengua. Sé que el chofer me mira a través del espejo que está colgado por encima de su cabeza; yo también lo estoy mirando con los ojos todavía llenos de agua, porque no dejo de pensar en mi mamá haciéndome creer que ella también va a subir a ese micro, pero no, me pone en la escalerita y la puerta del micro se cierra como echando gases. Es como un acordeón que se desinfla. El micro arranca con dos o tres ronquidos del motor y yo ya no puedo levantarme y escapar, porque me voy a caer y me quedo ahí sin mi mamá.

Es mi primer día de colegio, me dijo mi mamá mientras tomábamos el desayuno, pero yo no sé cómo es el colegio ni con quién me voy a encontrar. Vas a conocer a muchas amigas, me dijo mi mamá, aunque a mí no me importa tener amigas. En el asiento largo de atrás de todo, hay cuatro chicas con uniforme azul, son más grandes que yo, se ríen y cantan, y como yo las espío, se burlan. El chofer las reta y yo me pongo contenta porque el chofer las reta y, a mí, en cambio, me da otro sugus pero de naranja. Mi mamá me colgó de una muñeca una bolsita de tela a rayas amarilla y blanca; hay una princesa bordada con hilos de distintos colores en uno de los lados. “Esta es tu bolsita”, me dijo el día anterior; “cuidala, que no se te pierda”, la estrujo con las dos manos, pero después, la abro y veo con alegría que adentro hay una Tita, un bloquecito Suchard y un vasito de plástico que elegí yo, porque es el de los aros que contienen a otros aros que se van replegando hasta que se hace uno solo con todos los aros dentro y se cierra con una tapita. Me dijo mi mamá que hay un bebedero en el patio del colegio y otro, en el pasillo donde está el aula, pero que tome con el vasito. También hay dentro de la bolsa un mantelito color lila y me puso un pañuelo para secarme las manos dentro del bolsillo del delantal, qué es muy lindo, con cuadritos azules. Tengo todo, salvo a mi mamá.

Damos vueltas con el micro. Se suben otras chicas, cada una con su portafolios de cuero, como el que tiene mi papá. Con dos bolsillos delante. Se sientan detrás de mí, pero no me hablan.

Al fin, llegamos. El colegio es muy grande y color amarillo con rejas verdes en las ventanas. Hay dos monjas a la puerta, que se acercan al micro y nos ayudan a bajar. Una es la hermana Silvia. Me dice: Soy la hermana Silvia y me toma de la mano. Que soy muy chiquita y que ella me va a llevar al jardín de infantes, que no sé lo que es. Vamos las dos por un pasillo muy largo, las paredes son de cerámica verde y brillan. En una sala hay muchas chicas como yo, cuatro o cinco por mesa. Pero no me hacen sentar. Nos piden a todas que nos subamos a la tarima, que nos van a sacar una foto. Y ahí estamos. Yo, como soy bajita, en la primera fila, en el centro. Me empujan de atrás y también a los costados, pero no me quejo. Tengo miedo de que me reten. Pero no me retan. La hermana Silvia se pone a un lado del grupo y nos sacan tres fotos. Después, nos dan un alfajor a cada una y nos piden que volvamos a nuestras mesas, pero yo no sé a cuál, porque no tengo mesa. Entonces, la hermana Silvia me acomoda en una cerca de la pared. Justo hay una ventana grande con rejas verdes, como las que vi en la calle. Me dan de nuevo ganas de llorar. No sé por qué ahora quiero llorar otra vez, hago puchero y lloro mucho pero en silencio; mientras, me como despacito el alfajor que me dieron. Entonces me agarra sueño; saco el mantelito lila de la bolsa bordada, lo acomodo sobre la mesa y apoyo mi cabeza sobre los brazos en cruz. De ese día no me acuerdo más.

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