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                                                                      EL HOMBRE QUE MÁS ADMIRABA BORGES

 

Anoche soñé que mi cama se levantaba del suelo, atravesaba el techo −que se abría a su paso− y salía al aire libre, como una alfombra mágica, directo al cielo. Iba sola y sin miedo, apartando las nubes esponjosas para poder mirar cómo las cosas, allá abajo, se volvían progresivamente diminutas cuanto más ascendía. No había viento y, por eso, no temía, con el movimiento hacia arriba y adelante, ni marearme ni caerme. Por el contrario, me sentía en pleno vuelo como en un estado natural y, por lo mismo, confortable. Una vez alcanzada la altura apropiada, desde la que era posible todavía seguir desde arriba el contorno de la ciudad de Buenos Aires lindando con el río y, más allá, el inmenso mar hacia el que seguramente avanzaba, me encontré finalmente flotando en un ambiente templado y luminoso. No es la primera vez que tengo este tipo de sueños. Cada tanto, me convierto en un pájaro bastante grande y aleteo para despegar, hasta que levantando del ras del piso, empiezo un vuelo corto por los alrededores. Pero esto de la cama voladora es nuevo y, quizá, tuvo que ver con el título de un cuento de Henry James que acabo de leer, “La figura en el tapiz persa”; con una conversación por wp con Lu G. y, también, con un libro de Xul Solar, que recibí de regalo.

Asociados con el nombre de Xul Solar tengo algunos recuerdos raros. Oscar Agustín Alejandro Schulz Solari -para sus padres Oscar, a veces Alec; AO en sus primeras acuarelas; Schulz Solari; Schol Solari; Alejandro Xul Solari y, a partir de 1921, Xul Solar para siempre−, nacido bajo el signo de sagitario, en el delta del Paraná en 1887; murió en 1963 a las once y media de la noche, en su casa del Tigre, cuando dormitaba –aunque él sabía, como Lugones, que transmigraba a otra vida. No sé si tuvo sueños como el mío, pero sí varias visiones que completaron su iconografía urbana; entre ellas, la imagen de la ciudad voladora, sostenida por globos aerostáticos e impulsada por hélices humeantes, que navega por encima de una ciudad terrestre. Una utopía del hombre, que quiere eternizarse.

Muchos creen que Bioy era el mejor amigo de Borges; puede ser; sin embargo, Xul es la persona a la que más admiraba, particularmente por su inteligencia. Cuando ya el peronismo los había dividido y hacía décadas que no se veían, el reencuentro se produjo en la Biblioteca Nacional –cuenta Vlady Kociancich−, donde Borges dictaba entre iniciados un seminario de anglosajón, al que asistí una primera clase y al que tuve que resignarme a abandonar por incompetencia en la segunda. Dice la anécdota que, mientras leía, como podía, unos versos en ese idioma inextricable (que es para mí el anglosajón), una voz que provenía de una hilera de bancos un poco alejada, interrumpió a Borges para decirle que los había pronunciado incorrectamente; en seguida, este misterioso personaje los repitió sin verlos, pero de otra manera. Borges reconoció la voz. Cómo él solía decir: la voz es el hombre. Y lo invitó a explayarse: “Así debieron pronunciarse esos versos. Piensen ustedes- arguyó Xul−que los sajones acababan de adoptar el alfabeto latino y no hay razón alguna para suponer que no lo usaran fonéticamente”. 

Borges –como los padres del protagonista de su cuento breve “El cautivo”− lloró porque había reencontrado al amigo, pero creyó más en las reglas de los filólogos para recitar el anglosajón que en la lección de Xul. Fue castigado unos meses después: estando en Escocia, escuchó cómo un grupo de germanistas de Edimburgo leían el mismo pasaje pronunciando las palabras como lo había hecho Xul, porque un estudio comparativo de dialectos les había señalado que era esa la forma adecuada. ¿Tenía Xul un prodigioso don para la deducción o lo había adivinado?

Marechal lo llama “el Astrólogo” en el Adán Buenosayres. De hecho, Xul, deambulando por Europa durante los terribles años de la Gran Guerra,  se alimentó con conocimientos de teosofía y otras prácticas esotéricas: la Cábala de Pico della Mirándola, la magia de Aleister Crowley- que había tentado también a Fernando Pessoa-, la antroposofía de Rudolf Steiner, la astrología, el hinduismo, la acupuntura, la medicina china y el I Ching. En su obra pictórica, figura una versión del zodíaco en acuarela y 24 naipes de tarot con correspondencia astrológica, en témpera, con tamaño de baraja española, que están dispuestos en un panel colorido y dinámico.  



Otro de sus grandes amigos fue Emilio Pettoruti, a quien conoció, en 1916, en la Plaza de la Catedral, en Florencia, y quien le hizo varios retratos, por ejemplo, uno en el que Xul aparece elevándose por encima de la oscuridad y cruzados sus ojos por una intensa luz solar.

En Buenos Aires, el “mago” hizo las cartas astrales de Victoria Ocampo, Miguel Ángel Asturias, Macedonio, Marechal, Mujica Láinez, Bioy Casares, Juan Manuel Fangio, Raúl Soldi y la de Borges, por supuesto. 

Hacia 1950, presenta los Pan-tree o árboles de la sabiduría universal, dibujados con tres ramas, pero modificadas las emanaciones de Dios de 10 a 12- lo que respondía a una de sus ideas: ajustar el sistema decimal de numeración al duodecimal, de origen babilónico, basado en la cifra “doce” que simboliza el orden cósmico. 



Nunca había tratado con un hombre de tan rica, heterogénea, imprevisible e incesante imaginación” – explicaba Borges, asombrado-. “En general vivimos de memoria; (…) pero Xul vivía inventando y pensando continuamente”.

Xul tuvo también su aventura lingüística cuando creó el neocriollo, “compuesto por palabras, sílabas, raíces de las dos lenguas dominantes de Centro y Sudamérica” – castellano y portugués-, como manifestación de “buena vecindad” e integración. Así anticipó el Mercosur.  Llegó a desarrollar doce reglas gramaticales hasta que ideó la panlengua o lengua universal, un código artificial que trata de reconstruir la armonía previa al desastre de Babel y facilitar la comunicación entre todos los hombres. Su utopía universal se completa con la invención del panajedrez o ajedrez criollo, donde coinciden los escaques con grados del círculo, con el movimiento diurno y anual del cielo, el tiempo histórico y su drama humano expresado en los astros.

Todos estos inventos están en el Museo Xul Solar, de la calle Laprida, y allí fui una tarde con mis alumnos de quinto del Nacional Buenos Aires, que también eran una suerte de videntes. Durante una visita guiada, hicieron todo lo que enfureció al guía: una, tocar las piezas del panajedrez y probar una partida; otra, mi alumno favorito, Juan Martín M., se puso a leer partituras de la música compuesta por Xul, exhibidas sobre una mesa bajo un vidrio, y trató de tocarlas en un piano de teclado extraño: en tres hileras se reduce cada uno a dos octavas (para beneficiar al pianista de manos pequeñas) y sus teclas están redondeadas y con relieve (para entusiasmar al no vidente) y coloreadas. El color de cada nota corresponde a una vibración (el fa, por ejemplo, al infrarrojo o ultravioleta y las demás, a los colores del arco iris). La clave de fa es el centro de este sistema porque expresa la correspondencia más exacta entre tonos y colores. No pudo avanzar mucho con el piano porque el guía saltó sobre él: "No importa -dijo- la partitura no está bien escrita. No se puede tocar".

Hubo quien sostuvo que Xul era un pintor realista porque transmitía sus propias visiones y que murió para reencarnar, ser todos para todo. Como le hubiera gustado a Borges. Yo creo que se repitió en Juan Martín, ese alumno que se aprendió en dos minutos la partitura delirante, intentó interpretarla, estuvo pronto a corregirla, en fin, entendió su lengua visionaria, colorida y sonora. Hubiera sido el otro admirado.


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