POP UPS 20

                                    


                                                        LA OTRA NOCHE SOÑÉ CON VOS, PAPÁ

 

Recuerdo, cuando desperté, que pensé que de veras estabas en el dormitorio al lado del mío, en la casa de Belgrano. Tan vívida fue la imagen en el sueño, tan fuertes las emociones, que me desperté con la respiración entrecortada, palpitaciones a mil y una angustia que hacía mucho que no sentía. Estabas muy viejo en el sueño, papá, con esos pelos grisáceos deshilachados de la última etapa, cuando te hundió la quinta tanda de quimio y la morfina ya no servía para nada. Te dolía el cuero cabelludo, decías, y no podíamos peinarte porque se te caían las lágrimas del dolor y apretabas los puños hasta el punto de hacer reventar las venas, tan azules entonces, tan gordas. Estabas cansado, papá, y me decías en un hilo de voz ya está, ya está, basta, basta, y a mí la voz me salía con lágrimas cuando le pedía al enfermero que se fuera, que no importaba que se infectara la herida que te había hecho el tumor en la cadera, que nos dejara de una vez por todas en paz. Me escondía en la cocina a fumarme un pucho, que retorcía entre los dedos, a lavarme la cara después, ir a tu habitación de nuevo a ver cómo te habías quedado por fin dormido. No sé si me daba cuenta de cómo sufrías.  Todo eso en el sueño volvía a pasar, hasta el final, cuando te incorporabas de la cama violentamente, levantabas la frazada que te cubría y me decías mi pierna no está, se llevaron mi pierna. Me desperté de golpe, papá, y ese día no pude sino pensar en piernas, en dedos y en venas. 

Hacía mucho que no me acordaba de vos; quizá te trajo a mi cabeza esa foto que encontré y que me pidió mamá que guardara, donde aparezco a los cuatro o cinco años, disfrazada de bailarina y con un lunar negro pintado en la mejilla, sobre tus rodillas tan jóvenes y sanas entonces, con la cara sonriente de los años sesenta, profesional y casa propia, de dientes alineados y blancos, de anteojos de óptica alemana, vestido de traje como en una fiesta familiar. Dejabas las tizas que usabas cuando dabas clase, olvidadas en los bolsillos del saco del traje; o no, lo hacías para que yo las encontrara y pudiera jugar al día siguiente a la maestra en el quincho del fondo, donde me habías colgado un pizarrón pequeño con un borrador. Mis muñecas eran alumnas obedientes. Me habías comprado una caja llena de tizas de colores, que yo abría y cerraba, al comenzar y terminar mi clase, pero no tocaba ni una. La resguardaba, creo, del uso y de la vejez. Antes de irme a dormir por las noches, me dabas un bloquecito Suchard color celeste, que yo me comía, en la cama, aunque no me lavara los dientes después.

Mis hermanos y yo, y mi mamá, dormíamos hasta la hora de levantarse para ir al colegio; pero vos, no, un poco antes, te levantabas y bajabas en silencio las escaleras de madera que conducían de los dormitorios en la planta alta hasta el living abajo, y de ahí a la cocina, recogías el diario por debajo de la puerta de entrada, ponías la pava para unos mates y preparabas las tostadas con manteca y dulce. Eras así: te gustaba el silencio de las cosas que todavía no estaban despiertas y que no te molestaban.

Yo, que usualmente temo llegar tarde a lo que sea, hacía a veces como vos: me levantaba antes de que sonara el despertador, me lavaba la cara y los dientes, me ponía el uniforme, me peinaba y bajaba sin los mocasines puestos, evitando que crujieran los escalones. Entonces, miraba a través de la puerta de la cocina y te veía con la cabeza metida en el periódico, con las hojas desplegadas, tan grandes, tan difíciles de sostener. Veo ahora que leer y el diario se unieron en mi infancia, y que es esto lo que pudo haberme hecho creer que escribir en un diario era una de las formas en que vos, papá, me leerías. Nunca supiste, creo, que yo te espiaba y que después, cuando volvía del colegio y encontraba el periódico desparramado sobre la mesita del televisor, lo ordenaba, lo doblaba con prolijidad mientras miraba las distintas columnas haciéndome la grande, la lectora de diarios.

En ese tiempo, todos nos entendíamos mejor. Después, bastante después, vino otro raro, papá, de atentados todos los días y de persecuciones, incluso en Devoto donde vivíamos entonces, un barrio donde aparentemente nunca pasaba nada, que parecía siempre vacío. Qué larga fue mi época de adolescencia, y cuánto nos peleamos, porque no me dejabas ir a ningún lado. Fue la etapa en que contestaba con bronca y daba portazos. Vos, en cambio, no perdías tu estilo y durante la cena, entre plato y plato, abrías un gigantesco diccionario y me recitabas la etimología de las palabrotas que yo decía y cómo se empleaban en distintos contextos, para finalmente enseñarme que no sólo no debía usarlas, sino que además lo estaba haciendo de manera impropia.

Teníamos vos y yo nuestras propias bibliotecas, de las que sacábamos periódicamente los libros para limpiarlos y volverlos a colocar sobre estantes lustrados, cambiando el criterio de ubicación cada vez: por color, por antigüedad, por índice alfabético, por idioma, por género, por los que necesitábamos más a mano y los que podíamos ver de lejos, porque no nos importaban tanto. Por vos supe de la codicia por los libros. El placar en el garaje de la casa de Devoto, que ocupaba toda una pared, era otro de tus escondites. Lo dejabas siempre con las puertas cerradas con llave. Cuando te enfermaste y tuvimos que mudarnos para estar más cerca de la clínica donde hiciste el tratamiento contra el cáncer de huesos, ese placar quedó con todo adentro. Estoy segura de que allí quedaron los dos libros de los Beatles, que tenían las letras de las canciones y fotos que no vi reproducidas en ninguna otra publicación; mi cartuchera y mis boletines; mi muñeca de cabello pelirrojo, mi primer grabador de esos a cinta, la armónica, mi portafolios de cuero. Muchas cosas más, supongo, pero necesitábamos irnos cuanto antes ese octubre siniestro de inflación de 1989, porque vendiste y compraste la misma tarde. Y la casa era grande y había tantas cosas que cargar. 

Me acuerdo, además, que me pediste que te leyera pausadamente (así dijiste: “pausadamente”) el editorial del diario La Nación cuando, al fin, decidiste cerrar los ojos y morir, con serenidad, en tu cama, una mañana de marzo. Hiciste lo posible para que yo me distrajera, con esos papeles en las manos, entre los dos. El día de tu velatorio, vinieron tus alumnos del Pellegrini a saludarte por última vez, a contarnos tus excentricidades, tu calma a toda prueba, tu caballerosidad inalterable, tu cosa ingenua también. Alguien dijo que tenías “hombría de bien”. Cuando ya hacía rato que habías muerto, entre las páginas de un Boquitas Pintadas que había en la biblioteca de casa, encontré dos poesías que habías dedicado a Greta Garbo, con tu letra alargada e inclinada hacia a la derecha, una letra que decía tanto de vos, papá, así de regular y armoniosa como era; una letra que provenía del silencio de las cosas razonadas, que medía las palabras y las prefería bellas.

Pero todo esto último no estaba en el sueño. En el sueño te sufrí y, quizá, te extrañé. En el sueño compartimos un infierno que era sólo nuestro; vos, por primera vez sin control ni siquiera de tu cuerpo; yo, dándome cuenta de que me faltó llorar un poco más, que todavía a través de los sueños necesito llorar un poco más.


 

 

     


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