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                                                       LAS MÁQUINAS DE LEER


Lo conocí a Borges y me dijo dos cosas esenciales:

"No se puede ser profesora y escritora al mismo tiempo. Son tareas incompatibles".

La segunda: "Si elige ser profesora, procure que sus alumnos se vayan de su clase con ganas de seguir leyendo".

Cuando buceo en sus ensayos, sobre todo, los que reúne en Otras Inquisiciones, no dudo de que leer y hacer leer constituyen su centro vital. Y me contagia.

Por eso, leer a Borges me recuerda a las máquinas de lectura. Esta increíble herramienta que ves en la foto, tiene 300 años y permite a un investigador tener 7 libros abiertos al mismo tiempo. Está expuesta en la Biblioteca Palafoxiana en Puebla, México.  Es la expresión material del procedimiento borgeano: un libro lleva a otro libro, que lleva a otro, que lleva a otro. 77 veces 7 libros, como perdones hay en el Nuevo Testamento. Siete: número cabalístico que simboliza todo en todo. 

77 veces 7 escenas de lectura.  Repetidas con variantes.


La más genial para mí: la del ladrón Silvio Astier. Tiene catorce años y es amante de los folletines de su época, que le alquila (porque no tiene un peso) a un viejo zapatero del barrio. Son aventuras de bandidos. Como él. Con sus amigos, organizó un club. Un club de ladrones que desvalija casas deshabitadas. Se llaman a sí mismos “Los caballeros de la Media Noche”. En una oscura y tormentosa, entran a la biblioteca de un colegio para llevarse el diccionario enciclopédico de 28 tomos y otros libros que puedan revenderse bien. Con una linterna en una mano y una palanca en la otra, hacen saltar la cerradura. Miran las estanterías pintadas de rojo sobre las que se acumulan libros que llegan hasta el techo. Hojean los volúmenes para ver cuáles se van a llevar:
Las montañas del oro, de Lugones, Cálculo Infinitesimal, los poemas de Charles Baudelaire, aunque este último Silvio se lo queda para él. Para el protagonista de El juguete rabioso, los libros tienen un precio. Pueden alquilarse, comprarse, venderse. O ser robados. Y en más de un sentido: antes de hablar o de actuar, Silvio piensa qué hubieran hechos sus héroes de aventuras en su lugar. A veces, los cita. Se apropia de sus acciones y palabras. Se los roba. Leer, para él, es vital: lo aleja de la rutina y del aburrimiento, del esfuerzo y del trabajo, de la vida poco satisfactoria que tiene. Y es un alimento espiritual.   

Hay un par de personajes que son su perfecto reverso. O no tan perfecto. Veamos.

Otra máquina de leer: Sarmiento. Cuenta, en Recuerdos de provincia, que a los cinco años lee corrientemente en voz alta. Por eso, sus padres lo llevan de casa en casa para que lo escuchen recitar la Historia de España. A cambio, recibe “gran copia de bollos, abrazos y encomios”, que lo llenan de vanidad. Otra escena: a los quince años, siendo dependiente de comercio en una tienda, y después de barrer el negocio como es habitual en las mañanas, se sienta a la puerta con un libro, “insensible a toda perturbación”. Puede ser la historia antigua, la Biblia o la vida de Franklin, a quien admira. Cierta vez, una señora que pasaba todos los días por la calle donde estaba el negocio, comentó meneando la cabeza: “¡Este mocito no debe ser bueno! ¡Si esos libros que tiene en las manos fueran buenos,  no los leería con tanta pasión”. Con el correr del tiempo, no sólo va a leer sino a traducir los sesenta volúmenes de la colección completa de las novelas de Walter Scott, a razón de una por día. Pero no sabemos si la vecina alcanzó a enterarse. Sarmiento es un chico de familia indigente, como Silvio Astier; pero no roba libros, se los come.


Miguel Cané, alumno del Colegio Nacional Buenos Aires, es otro devorador de libros; pero él sí tiene muchos a su disposición. La mayoría, académicos; por eso, las aulas le resultan insufribles. Entonces, esconde de los ojos de los profesores las novelas de aventuras o de terror (Los tres mosqueteros, Los misterios del castillo de Udolfo, El espía del gran mundo) , que lee a escondidas, tratando que nadie lo sorprenda. Una noche, como Silvio Astier, se desliza a la Iglesia de San Ignacio –que está al lado del colegio-, mientras se celebra un funeral, y se roba los trozos de vela, que coloca debajo de su chaleco y se lleva para iluminar sus trasnochadas de lectura. A veces ni sale al recreo, para no perderse ni un solo episodio. Leer es para viciosos.

Lee Alonso Quijana para poder ser el Quijote.

Lee Robinson Crusoe para sobreponerse a la tristeza y la locura en su isla desierta.

Lee el personaje de Cortázar, en “Continuidad de los parques”, para saber cómo lo van a asesinar.

En los cuentos de Borges se lee mucho también. En “La muerte y la brújula”, un libro contiene la clave para descifrar una serie de crímenes.

Todos leen para recordar, para saber, para soñar, para comprender, para vivir. Leen mucho y porque quieren. Nadie los obliga.

Son las máquinas humanas de lectura. (Continuará)

 


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