MUJERES INSPIRADORAS. CAMILA O' GORMAN
EL CASO O’GORMAN
Crimen y castigo
“El vivo interés que
corresponde tener por la captura de estos reos para imponerles el castigo de
que se han hecho acreedores en desagravio de la vindicta pública, del decoro
del clero eclesiástico, altamente ofendido, y de una familia desolada por el
abandono de una hija descarriada, obligan a la aprensión de los prófugos” dice
la circular del Ministro de Relaciones
Exteriores de la Confederación Argentina a los Gobernadores, que da inicio a la
cacería de Camila O´ Gorman, 20 años, soltera, y de Ladislao Gutiérrez, 24, sacerdote
jesuita, la noche del 11 al 12 de diciembre de 1847.
Diez días antes, ocultos
detrás de anteojos verdes, los jóvenes que se han conocido en el confesionario
de la iglesia del Socorro se fugan de Buenos Aires, cruzan a caballo Luján,
Pilar; y llegan hasta San Nicolás. Tienen la intención de pasar a Brasil. Sin
embargo y por motivos que se desconocen, entran furtivos a la provincia de
Santa Fe y, obteniendo un pasaporte en Paraná, se presentan con nombres falsos
ante las autoridades de Rosario y, de allí, viajan hasta Goya, Corrientes,
donde levantan una casa- escuela, de la que muy pronto deben mudarse a una más
grande porque aumentan sus pequeños alumnos. Sin ser descubiertos, pasan unos
pocos días felices. La gente de la aldea los quiere y los ampara. Hasta que, en
una fiesta de pueblo a la que nada los ha obligado a asistir, un personaje
absolutamente circunstancial de paso por la villa los reconoce y los delata
ante el juez de paz. ¿El azar intervino? ¿La falta de prudencia de los jóvenes
que, en su nueva y excitante vida, omnipotentes tal vez o temerarios del todo,
despreciaron atavismos y costumbres? Camila no es la primera ni la última
barragana en Buenos Aires. Ladislao no es el único cura que cuelga los hábitos.
¿Por qué, entonces, se los persigue? Los ayudan: les ofrecen caballos y una
ruta de huida, pero una obstinación extraña los lleva a desafiar a la muerte
segura.
El problema es ella. Una
mujer que lee al exiliado Echeverría a escondidas y que decide por sí misma
sobre su cuerpo y su destino. Es la nieta de la Perichona – justifican algunos–,
acusada de ser espía en el Río de la Plata, con un esposo legítimo y como
amante el Virrey Santiago de Liniers. Por eso, cuando casi inmediatamente encuentran
a Camila abandonada a los deseos de un hombre prohibido y con el hombre a su
lado, los arrastran a los dos, los engrillan, los separan, no lo juzgan
conforme a ley y los entregan al terrible Carancho del Monte, el experto en
degüellos. Terminan en un pelotón de fusilamiento por orden del “heredero del
sable”, del “defensor de la soberanía” y del hombre que “ha abierto demasiadas
tumbas” en un país y en un tiempo donde la violencia de los bandos, lacerados
por el odio alienante, juegan con los cuerpos. Los enemigos de don Juan Manuel
de Rosas cargan las tintas llamando a los libertarios libertinos del régimen;
los altos prelados de la Iglesia gritan que esta se siente deshonrada; los
jueces se reúnen para buscar los fundamentos legales de la condena, que terminan
inventando. El padre de Camila le escribe a Rosas una carta en la que le
reclama “un castigo ejemplar” para su hija. Nadie los defiende, salvo Manuelita,
la hija querida del temible gobernador y amiga confidente de Camila, quien suplica
a su padre por los reos. Él le responde:
–Nunca como ahora necesito
ser implacable. Se trata de la moral del pueblo, de los principios en que se
basa la sociedad, de las normas sagradas de la religión. ¿Qué sería del hogar,
del ara del templo y dónde iríamos a parar si actos de esta naturaleza quedaran
impunes?
Camila es la niña decente
de una familia tradicional, que no puede ser manceba de un hombre con jerarquía
eclesiástica. Familia, Iglesia y Estado representan un “nosotros” sin fisuras
que estos jóvenes ingenuos desestabilizan. Son monstruosos: pertenecen a las
instituciones y desde dentro de ellas producen un escándalo. Y sobre todo, no
piden perdón, no se arrepienten. El pater
patriae que es Rosas se siente amenazado.
Nada impide que se
despliegue el escenario final. 1848. Agosto 18. Cuartel General de Santos
Lugares. Diez de la mañana. Es un día de aire turbio y de frío intenso. Los
sientan de espaldas a la pared del pelotón, con los ojos vendados, uno al lado
del otro. Pero ellos no lo saben hasta que, al ritmo de la respiración agitada,
Camila como siempre habla primero:
-Ladislao ¿estás ahí? –su
voz proviene de la caverna del miedo.
- A tu lado, Camila –la
consuela el amante.
Los estampidos suenan
demasiado fuerte en medio de la llanura desolada. Y dos veces. Primero él. Pero
ella sufre más: escucha cómo el cuerpo herido de bala se desploma en la tierra.
Cuando le toca a ella, ya es un fantasma insensible. Pronto se sabe entre la
gente que, en realidad, murieron tres. Camila estaba embarazada. “Un nuevo acto
del salvajismo rosista” dice Sarmiento al alba en un diario en Uruguay. “Una
pasión de amor que no ofendía a nadie”, escribe Juan Beruti en Memorias Curiosas. Cien años después, Enrique
Molina en una novela -poema donde invoca a la sombra terrible de Camila, se preguntará
qué es lo que lleva a una sociedad a dividirse en dos, a degradarse en la
locura y a inmolar inocentes.
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