POP UPS 32
VENECIA REVISITADA
Venecia
y el sur
Venecia, la ciudad inverosímil cuyo paisaje
está hecho de piedra, agua y mármol, no produjo muchos escritores, pero varios
hablaron de ella. Marco Polo, en El descubrimiento del mundo;
Casanova, en sus Memorias; Henry James la eligió como escenario
en Los papeles de Aspern; Shakespeare, en El mercader de
Venecia y Otelo; Marcel Proust, en un fragmento de En
busca del tiempo perdido. Para Dickens, Venecia superaba la capacidad
imaginativa del más soñador. Byron remaba, tres veces por semana, de Venecia a
San Lazzaro, donde estudiaba el idioma armenio, cuenta Paul Morand en Tres
cafés venecianos. Hemingway y Márai cruzaron sus puentes y canales. Lucio
Mansilla sigue a una mujer por sus calles, según cuenta en Entre nos.
Luis Guzmán le dedica un ensayo agudo e iluminador; y Borges, un breve
artículo. En este último autor, voy a detenerme más adelante un poco más.
En Thomas Mann, el mar es la muerte y su
antesala, la Plaza de San Marco. Toda la ciudad es un entramado sinuoso de
calles empedradas, angostas y oscuras. Yo misma tuve la experiencia de caminar
en redondo, desprovista de puntos de referencia y volviendo siempre al mismo
lugar unas cuantas veces. Pude ver cómo, por la ancha sábana del canal, también
se cruzan los itinerarios con la pobre orientación de los puentes, que apenas
se distinguen entre sí por alguna señal difícilmente reconocible para el
visitante que está allí por primera vez. Llegamos con H. una madrugada, desde
Santa María, donde embarcamos. En el muelle, éramos dos parejas (la otra,
belga), que esperamos en medio de la neblina hasta que apareció como de la nada
un vaporieto desolador. El conductor frenó ante nosotros y gritó desaforado:
“¡San Marco!”; nosotros subimos con las valijas a los tumbos, pero lo más
rápido posible, porque ya se ponía en marcha con la misma brusquedad con que el
conductor nos hizo al rato bajar, después de haberse negado a cobrarnos bajo
protesta, porque teníamos dólares y no liras. Empujados por el frío y el viento
que alcanzaba a despejar la noche y dejaba ver una luna gigantesca y amarilla
como la de los libros infantiles, avanzamos hacia la Plaza, con los belgas que habían
desaparecido detrás de nosotros a través de algún atajo, y buscamos un banco
para sacar el voucher del hotel, mientras nos perdíamos como idiotas en la
visión de las cúpulas grandes e iluminadas.
Aschenbach quizá sintió lo mismo que
nosotros, porque dice el narrador que se había dado cuenta de que entrar por
tierra (como lo había hecho la primera vez) o por agua a Venecia no era lo
mismo. Ya a esa altura ve las aguas turbias y grises. Tiene más de 50 años y su
vida ha iniciado un descenso lento. “Hijo de un alto funcionario judicial, sus
ascendientes fueron funcionarios públicos, hombres que habían vivido una vida
disciplinada y sobria, al servicio del estado y del rey. (…) la sangre alemana
de sus antepasados se mezcló con la sangre más viva y sensual de la madre del
escritor, hija de un director de orquesta bohemio. (…) La combinación de ese
espíritu de rectitud profesional con los ímpetus apasionados y oscuros
provenientes de su ascendencia materna habían producido un artista”.
La doble herencia, es decir, las tendencias
contradictorias de la razón y el instinto son iguales a los primeros párrafos
de “El sur”, de Borges: “El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se
llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la iglesia evangélica; en 1939, uno
de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la
calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido
aquel Francisco Flores, del 2 de Infantería de línea, que murió en la frontera de
Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel; en la discordia de sus dos linajes,
Juan Dahlmann (…) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte
romántica.” Como vemos, en los dos relatos, hay un desembarco, un doble linaje,
un hombre que se arriesga a cumplir su destino.
Aschenbach entra a Venecia como a un mundo
ilusorio: “Le parecía que todo eso salía de lo normal, que comenzaba una
transmutación ilusoria en torno a él, que el mundo adquiría un carácter
singular…” y, más adelante: “Forrado en su abrigo, con un libro en el regazo,
el viajero (sintió que) en el espacio vacío, sin solución de continuidad, nos
falta también la medida del tiempo y flotamos en lo infinito”.
Buenos Aires tiene, a la vez, algo de
fantasmal en sus contornos. Así como Rivadavia divide la ciudad de Buenos Aires
en dos, explica Borges: de un lado, el norte; del otro, el sur; todo hombre es
dos: el que es y el que quiere ser. “Nadie ignora que el Sur
comienza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una
convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más
firme”, donde un gato, “mágico animal, (vive) en la actualidad, en la eternidad
del instante”. Así como “Emma Zunz” explica qué es narrar para Borges; “El sur”
es la construcción del hombre que viaja de la realidad a la ficción, o mejor,
aquel en el que conviven esos mundos paralelos. Anulado el principio de
contradicción, la muerte no existe y el tiempo únicamente válido es el
presente. Por esto, el último acto y el último párrafo de “El sur” se enuncia
precisamente en tiempo presente: “Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que
acaso no sabrá manejar y sale a la llanura”. La escena es un círculo infinito.
Dahlmann asume su destino de coraje. Muere en
el acto ficcional que lo reivindica. Aschenbach, en cambio, va para atrás:
vuelve (después de una primera huida) al calor bochornoso, al aire denso, a los
olores que se mezclan y compactan en el ambiente pestilente de Venecia, a la
playa y al mar. La ciudad y él están enfermos. ¿Y Tadzio? Aparece
con el cabello flotante de Eros, se pierde por puentes y sucios callejones, y
desaparece con el ulular del viento y el cuerpo vuelto hacia la anchura del mar
y la neblina infinita.
Aschenbach pensaba cuando era joven como
Tadzio que todas las cosas grandes se habían creado contra algo, a pesar de
algo. Pero ahora, viejo y cansado de sí mismo, con el deseo de perfección que
no llega a realizarse, es el artista de público masivo, el escritor oficial de
su país. Por eso, va a Venecia a morir. Como en el film de Visconti, termina
siendo una mascarada patética: el maquillaje se descompone en su cara brillante
al sol, que es la verdad. Las fuerzas dionisíacas de las que siempre ha huido,
se vengan, y causan su desintegración y el fin de la travesía. Nunca es de otra
manera. La cobardía, la mediocridad y la peste dejan siempre impresos los
rastros de la decadencia. Y el vacío.
Muy bello texto, con descripciones nítidas y certeras. Tiene, metonímicamente, algo de Buenos Aires (eterna, como el agua el aire) y de Venecia (marmórea y de agua, también laberíntica). Gracias por compartirlo! Susana Caba
ResponderEliminarGracias, querida Susana, por leer. Es cierto lo que decís sobre las metonimias!
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