POP UPS 31
Carta del Papa
La realidad es tan rara, tan extraña, que hasta el milagro de la Santísima Trinidad es posible.
El padre de Borges
Qué bien que salió esta foto. Es exactamente lo que se ve.
Es decir, no se me ve. Pero estoy. Toda de negro, metida dentro de un tapado
largo hasta la rodilla y las botas de cuero, de caña entera. Fui, sí, qué
remedio me quedaba, pero no quería llegar. Entro por un lateral y me paro al
lado de una columna, desde donde tengo un panorama parcial del altar sin atril
ni misal, sin velas. Me doy vuelta y miro hacia el coro, arriba y atrás, no hay
movimiento. Entonces saben que estoy ahí y me mandan llamar, me llevan hasta el
banco en segunda fila a la izquierda y me piden que me siente en el centro. La
gente va entrando a cuentagotas; miro el reloj, porque quizá es demasiado
temprano. Es temprano. Algunos se acercan casi hasta el altar para ver las
pintadas dibujadas sobre el piso y luego, retroceden, escandalizados o con
miedo, como si el diablo se les asomara por entre las palabras estampadas en
pintura blanca y los saludara con la mano.
Hay gente detrás de mí, pero yo no quiero ver quiénes
son; escucho, sin embargo, lo que dicen: que los profesores no van a venir, que
los alumnos no van a venir, que no están de acuerdo con la misa, que todo esto
no tiene razón de ser. Y yo dudo: no sé si conviene que participe activamente
del oficio –sentándome, parándome, respondiendo, etc., como generalmente hago cuando
voy a misa. ¿Será mejor que me quede en silencio y me vaya a la
séptima luna de Saturno? Porque, al fin, me pregunto, de qué lado estoy.
Unos, que nadie conoce, se ubican delante de nosotros en
primera fila, un lugar que se supone que está reservado. Hacen bien, creo, me
tapan. Sobre todo en el momento en que una movilera de la tele, que ahora me
entero de que es madre de un chico de primer año, se para frente a nosotros y
nos saca una foto de conjunto, una más o menos parecida a esta, supongo, donde
no aparezco gracias a Dios; quedé detrás del hombre suficientemente alto que se
inclina sobre la cabeza de una mujer para decirle algo, y me tapa. Esto me
favorece. Nadie sabe mirando la foto que estoy allí. Sin embargo, estoy, justo
en ese angosto hueco detrás, que pasa inadvertido, entre dos hombres altos y
corpulentos, el rector y el secretario académico. Soy una fantasma atrapado.
Hace su entrada por detrás del altar el párroco. Viene hacia nosotros y nos saluda con afabilidad, como si no fuera a acontecer algo que da como para ponernos serios. Conmigo tiene una actitud más amistosa, porque me conoce un poco más. Soy yo la que hablé con él esa bendita mañana. Después de leer la noticia en La Nación por la web y avisarle al rector –que estaba en una reunión- lo que había sucedido, tomé el subte D hasta Catedral, y al llegar, lo vi ahí al cura, esperando a la puerta a que alguien responsable del colegio apareciera, y que le explicara. Por ejemplo, qué hace que los chicos transporten un tacho con nafta, en plena madrugada, a lo largo del túnel abyecto que separa al colegio de la iglesia, trepen por una pared provisoria que divide los terrenos y caigan del otro lado sobre vidrios rotos y restos de ratas; hagan pis después sobre el altar, destrocen manteles y floreros, apilen los bancos de madera y pongan en lo alto el sillón de pana colorada del sacerdote, rocíen todo con nafta, le prendan fuego, se quemen casi vivos, se mueran casi y puedan convertirse entonces en papelitos carbonizados, quebradizos, volátiles. No sé, le contesto. No sé qué es lo que hace que. Pero a esto se le llama “toma”. La toma del colegio.
Mientras esperábamos que dieran comienzo a la ceremonia, recordé cómo en aquella mañana en que los periodistas asediaron al párroco para capturar la noticia del escándalo, tuve el primer ataque de invisibilidad, cuando este accedió a mostrar las pintadas ante las cámaras de los medios que habían estacionado a la esquina y que estaban tirando los cables a lo largo de la vereda para llegar hasta él, y también hasta las pintadas dentro del templo. Para levantar las imágenes que se van a difundir una y otra vez a lo largo de varios días infernales (en la tele, las fotos de la barbarie aparecen enmarcadas en destellos de luz roja titilante). Yo aproveché para dar la vuelta y lentamente me distancié, sin llamar la atención. El párroco ni se dio cuenta; tan entusiasmado estaba en describir cómo lo había agarrado por sorpresa el humo en plena medianoche y temido que la capilla estuviera ardiendo.
Pero todo eso ya pasó, ya no es noticia fresca. Ese día
de la misa y de la foto, estamos todos preocupados en Buenos Aires, entre otras
cosas más urgentes, por la locura contagiosa de estos chicos tomadores de
colegios y se espera que se les dé una lección. Escucho cómo suenan unas
campanillas como de casamiento que nos ponen en alerta. La misa va a empezar. El
párroco mira con atención hacia la entrada de la iglesia, se separa de nosotros
y corre a pararse al lado del púlpito. Entonces, las puertas enormes de madera
labrada se abren de par en par y todo se prepara como para recibir a la novia
con el padrino de boda. Pero no, las parejas que ingresan en fila, una detrás
de otra, por la nave central, son los obispos del país. Cuántos, por qué
tantos, me pregunto. Mientras avanzan con paso demorado, agitan los sahumerios
en cruzada dirigiéndose hasta el altar mancillado, ante el cual y en bloque se
persignan. Luego, exorcizan, con frases en latín y signos hechos con los manos
y los brazos en el aire -que se mueven como molinos de viento enloquecidos- el
rectángulo miserable de la profanación que traspasan sus ojos inspirados.
“Bendice y purifica a tu Iglesia”, repiten los cientos de presentes cuando se
realiza el ritual de aspersión de agua bendita en el sitio de los demonios.
Me distancio de la escena que me resulta visualmente un
poco invasiva. Quema mis 30 años de docente del Colegio. Así con mayúscula.
Algo en mi interior me perturba e incomoda. Me distraigo cuando una nena de unos
cinco años avanza por el mismo camino que hicieron los obispos, pisa las
baldosas que han sido santiguadas y se para a mirar intrigada los dibujos, a
tiempo que una mujer corre hacia ella, la agarra por los hombros y quiera
volverla al lugar de donde ha salido; pero la nena se empecina en seguir
mirando, lo que parece entretenido para ella, y entonces la mujer tiene que
levantarla a upa y llevársela por una nave lateral, mientras la nena protesta y
la golpea con los puñitos en los brazos. De ese breve momento poco solemne paso
a meterme en mi cabeza, donde guardo una carta a medio escribir. Va dirigida al
Papa y todavía dudo de cómo encabezarla. Le confieso que siento decepción de mí
misma y le pregunto si está mal que renuncie a mi vocación. La vocación de
docente. Y al Colegio (con mayúscula).
Más allá, en los bancos a mi derecha, el ministro de
piernas largas está solo. Nadie se ha sentado junto a él y mantiene la cabeza
gacha. Detrás, veo a la jefa del departamento de orientación, que me saluda con
la mano y a la que cumplo en retribuir con el esbozo de una sonrisa. Pero no
quiero dar más vueltas ni ver nada más. Supongo que no hay un solo alumno,
aunque la misa es a causa de ellos y sobre la vieja gramática de la
intolerancia, dice el obispo primado en el sermón que nos obligamos a escuchar.
Ha elegido, en vez del púlpito, bajar los tres escalones que dan acceso al
altar, y se detiene en el centro de la nave central como convocándonos a creer
que estamos haciendo una semirronda alrededor de él. No crean que vamos con
palos, dice con énfasis; hay que cambiar el túnel por puente, aclara además
intentando ser persuasivo. Pero nadie lo escucha, porque es lento para hablar y
un poco aburrido. El sermón no es largo, por suerte; igual creo que va a
generar polémica, porque apela al perdón y al diálogo, y están todos muy
enojados. Nadie sigue la misa salvo unos pocos, que son los católicos o que
quieren demostrar serlo. Al momento de la comunión, se hace una breve fila,
pero no tengo voluntad de acercarme a comulgar. Tendría que pasar por encima
del sitio maldito y exorcizado y, además, justo estoy terminando de escribirle
mentalmente al Papa, contándole que estoy pensando en irme del colegio. Y
verbalizarlo me duele.
Alguien, en las
alturas, me escucha, y hace que yo mágicamente no entre en esta foto.
La carta queda guardada en un pendrive por un tiempo; no
se la envío por e-mail hasta que estoy segura de que dice lo que quiero decir.
En esos días, llego demasiado temprano todas las mañanas al colegio y, apenas
camino en serpenteo por entre los cuerpos de los sin techo, cubiertos con
mantas, tirados en la vereda, subo las escaleras y cruzo la puerta vidriada de
entrada, cuidando por otra parte de no quedar enredada en los cables de los
micrófonos y las pantallas de los celulares de los movileros –que ya están
apostados en la vereda esperando dar alguna noticia a los medios–, respiro un
poco en el silencio turbio del colegio que en mi cabeza sigue tomado. En el
recuerdo de los encuentros furtivos de las autoridades, de las caras vueltas a
un lado y los labios opacos fruncidos de aquellos profesores que han acordado
tácitamente con los alumnos la resistencia. Para algunos, la mejor iglesia es
la que arde, todavía. Y siento un cansancio infinito y unas ganas de huir por
los túneles, atravesar la manzana por los bajos, de liberar las ratas y las
arañas de las guaridas, de dar el salto hacia afuera.
Pero me retiene algo que tengo que cumplir. Las entrevistas de padres. Volver a escuchar a los que tienen un lugar en una lista de sanciones en el colegio y en la justicia de los hombres (y los dioses, que también habitan el Colegio, no sé cuáles). Todo esto hasta marzo, cuando decido que no voy a empezar a trabajar ese año, que voy a renunciar; pero sí a escribir y enviar finalmente la carta. Mi carta al Papa.
Pasan unos pocos meses y no hay noticias; sólo que la
carta ha llegado en efecto a destino. Estoy desocupada y buscando trabajo. El
Papa ha visitado Río de Janeiro y yo he seguido los sermones en los que creo ha
respondido perfectamente a mis inquietudes. Dijo, por ejemplo, que uno es un
cordero entre lobos y que tiene que ser como una paloma entre serpientes, es
decir, manso pero astuto. Con esto, que es preclaro, me doy por satisfecha. Ya
no espero más respuesta.
Pero un domingo por la mañana, después de leer el diario
y tomar unos mates, prendo la computadora, abro el mail y veo lo que sigue:
Para: ...@yahoo.com.ar
11 de ... de 201… a las 04:42
“
Recibí su correo.
Comprendo su situación y lo que me dice. Para esas
situaciones no hay nada escrito. Como Usted bien dice: encomendarse al Señor y
a la Virgen y proceder con sentido común, desde el corazón y la mente
coordinados.
A veces las cosas salen bien, otras no. Pero en
educación los fracasos son capitalizables y pueden dar mucho fruto.
Educar supone caminar con, indicar el camino,
acompañar, dejar libertad y poner límites... Y esto no se estudia; sale del
corazón y del don de Dios.
Le deseo lo mejor. Le pido, por favor, que rece por
mí. Lo hago por Usted.
Que Jesús lo bendiga y la Virgen
Santa lo cuide.
Cordialmente.
Francisco”
H. cree que no me responde nada en concreto. Yo, en cambio, veo que es muy sutil. Para esas situaciones no hay nada escrito, dice, por ejemplo. Es decir, confía en la creatividad del ser humano, que es siempre equilibrado, medido y armonioso, si uno tiene en cuenta lo que sigue en el mismo párrafo: “encomendarse al Señor y a la Virgen y proceder con sentido común, desde el corazón y la mente coordinados.” También podría interpretarse que me habla del azar, que para algunos también se llama Dios y Virgen Santa. Es un poco contradictorio indicar el camino, poner límites y al mismo tiempo dejar libertad, pero como dice una amiga mía, otra profesora del colegio, que es católica practicante, uno no puede comprender del todo el misterio de las palabras y el proceder del Papa. Pero sí que se equivoca cuando pone “lo” en vez de “la” (lo bendiga, lo cuide). Aunque visto hoy a la distancia, en 2021, el género, me parece, ya no nos diferencia.
Como no era de esperar, no hice pública la carta. Es por mi problema con la visibilidad.
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