POP UP 34 / UNA HISTORIA TRISTE DE MALVINAS (ME CONTARON)

 


10 de abril. A José, mi hermano, clase 62, lo reincorporan y en mi casa se enciende el fervor patrio, raro en una familia de inmigrantes que admiraban a Garibaldi y leían diarios anarquistas a escondidas. Dice que le ordenan que se presente de inmediato y una mañana va donde le indican y no vuelve ni esa noche, ni la siguiente, ni por dos semanas. Nadie sabe nada de él, ni se lo imagina. Mi papá tiene algunos contactos, pero esta vez parece que no le sirven, porque ni le responden. Deben haberlo mandado a Malvinas, cree mi mamá, y esto la hace sentirse orgullosa. Es su deber. Así le dice a mis abuelos y a mis tíos, y a los vecinos del barrio. Yo no sé qué pensar, pero me asusta un poco cómo se precipitan las cosas. La gente que conozco se divide en dos: los que hablan de la hermanita perdida y los que se ponen violentos y me dan miedo, porque así –estoy segura– van a volver los tiempos en los que todos éramos perseguidos y nos sentíamos aislados.

De pronto, recibimos un llamado y nos comunican con José; está en Tandil, nos informa, en caballería blindada, al mando del capitán Escalera. Que está bien, dice, pero que quiere volver a Buenos Aires, que mi papá haga algo, que mueva algo, que está esperando que se mueva. Esto último con más énfasis. Pero mi papá está convencido como mi mamá de que tiene que cumplir con su deber y no se inmuta; más bien, le pide que confíe ¿en quién? ¿En ese tipo Galtieri? Galtieri tiene la casa de veraneo en Gascón y Aristóbulo del Valle, en Playa Chica, a un paso de la mía. Es el vecino, piensa mi mamá. Y lo dice en voz alta. Pero cuando papá corta, estamos mis hermanos y yo llorando, con un sensación de opresión que nos sube desde el estómago y nos cierra la garganta; casi no podemos respirar, no podemos hablar porque no nos sale la voz, y prendemos la tele para ver si eso se termina de una vez, que termine, que se vayan de esas islas de porquería, que se las regalen a Inglaterra, que a quién le importan esas islas ahora, si ya en Buenos Aires sabemos que los ingleses son mala palabra. De hecho, Mrs. Woodwork, la rectora del Colegio donde trabajo, no está, la han hecho desaparecer decorosamente y no se habla más de ella. Los británicos del colegio se fueron también no se sabe dónde, porque no se los ve tampoco por el barrio; incluso el pobre de Mr. Taylor se ha ido, el viejo y decrépito Mr. Taylor, alto y exageradamente delgado, que se escondía en su pequeña oficina en el rellano de la escalera del segundo piso, y que siempre entraba y salía con un paquete –the man of the package, lo llamamos secretamente los maestros. Yo lo extraño, porque me contaba anécdotas sobre su niñez en Liverpool, que me divertían mucho; todos los años me pedía además una colaboración para el Hospital Británico y, a cambio, me entregaba una amapola roja, una poppy que recuerda a los fallecidos en la Primera Guerra Mundial, y que yo guardo todavía en un cajón de la cómoda. Además, colgaron en las aulas el retrato de San Martín y el de Belgrano, y sacaron los que había de la reina. Ahora ya no es un colegio bilingüe inglés, les informan a los padres, es un colegio argentino. Los directivos son argentinos, los maestros son argentinos, los alumnos son argentinos.

Tercera semana de abril. Hacemos en el centro de estudiantes una campaña para juntar chocolates, papel higiénico, jabones y bufandas, que se acumulan en una montaña que vienen a buscar todos los días; no sabemos bien quiénes son los que se llevan todas estas cosas, pero confiamos en el decano que nos ha reunido antes para pedirnos que le hiciéramos el favor. También les mandamos cartas a los soldados que no conocemos y, mientras tanto, escuchamos a Charly: no bombardeen Buenos Aires. Y como estamos en la UCA, vamos a la capilla a rezar por los combatientes, por José que ha desaparecido de nuevo, por los correntinos que vienen con sus cuchillitos; rezamos por los militares, para que tengan la mente clara y la decisión firme; y al mismo tiempo, escuchamos los comunicados por TV, porque somos Argentina y católicos, y estamos ganando.

29 de abril. José nos llama de nuevo y nos dice que está más al sur, pero no sabe bien dónde; que creyó escuchar que van a hacer cruzar los tanques a las islas de alguna manera; que le han enseñado a pilotearlos y que, en general, lo tratan bien y le dan de comer. Y que por favor, pasemos por la facultad de Derecho a avisar que lo han reincorporado y que lo esperen, que vuelve cuando todo esto termine. Vamos a la facultad y avisamos que lo han reincorporado y que lo esperen, pero del otro lado de la ventanilla no nos aseguran nada; nos piden en cambio un certificado de que lo han reincorporado para que puedan esperarlo, si es que el decano da la orden de reincorporarlo. Que en la UBA no se sabe nada de lo que pasa con los alumnos soldados. Y ahora tenemos este otro problema: conseguir un certificado que no sabemos adónde ir a buscar. De la impotencia, golpeo la ventanilla de la secretaría de la facultad como queriendo que se compadezcan un poco, pero nada. Me miran como si estuviera loca y mis hermanos me dicen que estoy loca y que baje un cambio, que lo único que importa es que José vuelva y que no se lo lleven a las islas.

12 de mayo. Mis padres siguen, mientras tanto, las noticias por el diario y la tele; no podemos preguntarles nada, porque cambian de tema o se va cada uno por su lado a algún lugar de la casa a ensimismarse en sus cosas. En el colegio argentino que era inglés nadie tampoco abre la boca, pero ya no se recita el salmo to you oh lord I lift my soul al comienzo del turno de la tarde y, por el momento, se han suspendido los ensayos para el concert de fin de año, cuando la institución festejará su cincuenta aniversario con la puesta de My fair lady, un musical a cargo de los chicos de séptimo, que cantan y bailan casi como profesionales. Los chicos hablan mejor en inglés que en castellano. También voy a bailar con mis amigos los fines de semana, aunque siento que no está bien; pero todos lo hacen. Mis hermanos más chicos, por su parte, están con la expectativa de que comience el Mundial, en España, y se la pasan frente a la tele esperando saber cómo va a formar Argentina; o juntan figuritas de todos los equipos, que pegan en cartón con un pie que les permite pararlas sobre el suelo y jugar al fulbito con sus amigos en el quincho, en el fondo de casa. Quizá, pienso, esta no es una guerra en serio; parece, pero no lo es. Y está la gente en la plaza, porque los comunicados señalan que todo está bien. Sin embargo, cuando pasan dos semanas y de José no se sabe nada de nuevo, en casa todos nos contestamos mal y damos portazos.

27 de mayo. Un amigo de papá llama a casa una noche para informarle que José está en Río Gallegos y que lo van a cruzar a las islas de un momento a otro, que si quiere mandarle un mensaje, que se lo hace llegar. Lo cuenta mientras estamos cenando, lo cuenta hasta que se pone a llorar, y es la primera vez que veo a mi papá llorar. Ya no hay arreglo, si papá llora. Entonces, mi mamá trae un rosario, apagamos la tele y nos ponemos todos a rezar. Pronto llega el Papa al país; él nos va a salvar.

18 de junio. Reemplazan en el gobierno a Galtieri, lo pasan por la tele; hay gente en la plaza, pero no sé para qué, no puedo saberlo, porque en casa desde hace unos días se ve la tele sin volumen. Además, ya no nos juntamos para comer en familia. La cocina ha dejado de ser nuestro espacio de reunión. Hay mucho silencio siempre, salvo por los insultos de la vecina de la casa de al lado que se enoja con su hijo de diecisiete años, que no estudia nunca –le recrimina–, y lo amenaza con que ya va a ver cuando le toque la colimba. De pronto, se escuchan que gritan, en el barrio, me dicen después, el cuarto gol contra Hungría. Parece increíble: se ponen todos de acuerdo para pegar ese aullido infernal, y luego vitorear, y hacer sonar cuernos que vienen como de distintos puntos del barrio. Gritan tan fuerte, que tengo que cerrar las ventanas de mi cuarto, si no, no puedo estudiar latín. 

Ya está. Los días siguientes se me borran, se me llenan los ojos de lágrimas, pero no me siento triste, me da bronca. Tengo tanta bronca que rompería la pantalla del televisor al mismo tiempo que pienso que comportarme así ya no sirve de nada.  Por eso, no me hables de Malvinas. A esta altura hay mucha literatura sobre Malvinas, denuncias, testimonios, reportajes, libros, memorias, cartas, documentales, videos, películas, novelitas. Pero para mí el 2 de abril son estos recuerdos. Un hueco negro en los rincones de mi casa.

 

 

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