UN MAIL A PIGLIA, QUE NUNCA LEYÓ

 


                                                                                        

                                                                 UN MAIL A PIGLIA, QUE NUNCA LEYÓ

Entro en el buque Francisco, rumbo a Montevideo. Vos, también. Es el día de la inauguración del barco. Para proteger el alfombrado nuevo y reluciente, nos hacen poner unos zapatos de tela. Tenemos que saber ubicar cada pie sobre un aparato, en el lugar exacto para que automáticamente salga el envoltorio protector. Te veo de pronto ahí, haciendo el intento. Varias veces. No podés. No acertás a colocar ninguno de los pies sobre la pequeña plataforma. Te miro y pienso: Cuesta un poco, sí, enganchar. A mí me costó. Voy a saludarte, pero no, me detengo. Sé que no es el momento. Quizá más tarde, cuando te vea en algún salón del barco. Pero no te veo. Voy, en un par de ocasiones, al baño; voy al freeshop y paso por dos salones, bajo las escaleras, te busco entre los que se juntan en distintos rincones para charlar un rato, entre la gente que hace la cola frente a la barra para comprar algo de tomar o comer. No estás. Tal vez -me imagino-, nos crucemos en la plaza frente al Palacio Salvo, o caminando por la rambla, o tomando un medio y medio en el puerto. Quién sabe. O en algún negocio de libros viejos y raros. O por la barranca que baja a la esquina del shopping Punta Carretas, tan linda esa zona que va desde la parada de colectivos hasta mi hotel boutique sobre la costa. Seguro vas a estar caminando con tu cartera de cuero colgando del hombro y con papeles en la mano, mirando un poco perdido hacia los costados, para reconocer con la nariz fruncida y los ojos arrugados la realidad más inmediata. Esa que, a veces, vemos menos. Pero ahí en el buque no estás por ningún lado, qué cosa -me digo. Sigue en mi cabeza tu pie que da vueltas, un zapato de tela que se escapa en el aire, un tropiezo, un brazo que se extiende y una mano que se apoya sobre la pared,  que impide que el cuerpo termine tirado en el suelo, a la vista de todos, arrumbado a un costado, mientras otros piden permiso para pasar, y avanzan en filas irregulares, se amontonan de a tramos, casi te empujan. Acomodada en mi asiento de primera clase, me pregunto si pudiste ponerte los zapatos de tela. Va a pasar un tiempo, después del viaje, hasta que me entere de que tenés una enfermedad horrible. Que lo primero que observaste fue que no podías abrochar los botones de una camisa blanca.  Que la mano izquierda empezó a fallarte justo cuando terminaste el programa de televisión sobre Borges, que los dedos de la mano no te obedecían. Que te caías fácilmente, decís en tus Diarios. Que te incorporabas en la cama con trabajo y que no podías sentarte sobre el respaldo de la cama sin ayuda. Que tuviste que vender tu biblioteca porque necesitabas un poco más de espacio. Y que tu mano derecha también se volvió pesada e indócil. Todo esto leo. Contás –con un tono que no habías usado nunca en tus novelas- que grabás algunos mensajes en voz alta en un dispositivo digital que guardás en el bolsillo de una bata, que en la última etapa es tu vestimenta, una toga de lino color azul, que te cubre el cuerpo y los pies. Y la mente. Y te guarda el lenguaje. Porque es una cosa terrible ser alguien tan abierto, dice Silvia Plath, como si al corazón -agrega- lo hubiéramos puesto sobre la cara y camináramos así por el mundo. El corazón revestido de una túnica de lino azul. 

Hoy en un twit vi una pintura de John Doherty, “Un día mojado” es el nombre. Hay una ventana en una casa sobre una vereda hirviendo de humedad, con los globitos de la humedad saltando en el aire. La ventana y la puerta, que está al lado, están pintadas en verde inglés y un cartel encima dice: “F. S. Fitzgerald”. Y pensé en vos, en tu escritor norteamericano favorito, en que debí buscarte mejor y hablarte de algo, en este mail que no te escribí en su momento, y también en el que te envié el 4 de enero de 2016 para saber cómo estabas; en Luisa Fernández, tu asistente, que me mandó saludos de tu parte; pensé en que no alcancé a decirte que amé Prisión Perpetua, pensé en el verde y el azul, y en la toga. Y en los zapatos de tela.

 

 

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