"YO FUI PROFESORA"


                                                                      

                                                                         MONTE FUJI

Pongamos que se llama F. Tiene alrededor de 17 años y está en quinto de la escuela secundaria. Se sienta en el último lugar, al lado de la ventana. Se agazapa, detrás de un compañero corpulento, de pelo largo y con rulos, que siempre charla con el de al lado, de ojos abiertos y lánguidos. F cada tanto estira el cuello y se hace ver, como si fuera un ñandú salvaje oteando el horizonte. De lejos, parece una mochila arrumbada sobre un banco contra la pared.

Una mañana se levanta en medio de la clase y se sienta más adelante, con un cuaderno y una birome en la mano. Tema: poemas de Octavio Paz. F no los tiene a la vista; no los trajo. Escucha cómo sus compañeros leen en voz alta. No colocan bien los acentos o encabalgan defectuosamente los versos y varias veces tienen que volver a empezar. A mí no me molesta que se equivoquen: me gusta que lean para otros de la manera que sea, porque a pesar de la poca práctica que tienen y los errores que cometen, lo hacen con mucha emoción.  En un par de ocasiones, F parece que quiere hacer alguna pregunta o intercalar un comentario, pero retrocede; hasta que por fin se decide. Le presto atención: su cuerpo es muy delgado; tiene puesto un enterito de pantalón y pechera de jean, y una remera amarillo pálido debajo, de mangas cortas. Los brazos son huesudos y largos. Sus ojos, redondos, se agrandan detrás de unos anteojos de carey. Los labios son finos y no tiene pómulos. El cabello color castaño lo lleva muy corto, tanto que se le pega al cráneo, aunque unas mechitas pintadas de verde limón le asoman por los costados, justo detrás de las orejas. Luego, no sé por qué, le miro los pies: enormes para tan poco cuerpo. O las zapatillas que tiene los hace sobresalir, con esos colchones de aire, doblemente mullidas, puntas cuadradas y plataforma doble. ¿Es un hombre o una mujer? 

Hablamos entre todos de lo que sentimos, hasta de lo que a veces no nos atrevemos a decir ni a pensar, y que en esos versos está dicho en pocas palabras, a pesar de que no siempre se entiende del todo. Leo un fragmento:

el comienzo

el cimiento

la simiente

latente

la palabra en la punta de la lengua

inaudita      inaudible

impar

¿Cómo se hace, profe, un poema así? Haciéndolo. ¿Se siente? Sí, también se siente. Y se piensa. No, no se piensa. Yo hago poemas así. Traelos. No. ¿Qué dicen tus poemas? Algo que me está pasando.

Así hablamos F y yo. Tiene voz de mujer y cuerpo de hombre. Mirada de hombre y movimiento de mujer. Con la punta de una de las zapatillas pega golpecitos en el piso de madera, que cruje. Suena el timbre. La mayoría se despide y sale del aula. Un par de chicas se me acercan para contarme que van a faltar una semana, porque viajan al monte Fuji, y yo les digo que sueño con ver el monte Fuji a través de una ventana una mañana a primera hora y empezar una vida diferente. Se ríen y, mientras salimos juntas del aula, me prometen que le van a sacar una foto al monte un amanecer y que me la van a mandar por whatsapp. Veo, entonces, a F que se pierde por el pasillo largo hacia los baños. El preceptor, quizá, puede decirme algo sobre F, pero mejor, no; no es un buen momento el recreo para este tipo de cuestiones. Y no averiguo nada. Aunque ya la ubiqué en la lista y conozco su nombre.

Una semana después, les pido a los chicos que escriban un texto que se titule algo así como quién soy yo, y lo hacen, y lo leemos entre todos (los que quieren; los que no, no). F: ¿Puede leer esto por mí? Escribió en prosa, pero no es prosa, es como una página de un diario personal o una carta escrita para uno mismo en que uno se dice cómo es. Yo: ¿Por qué no intentás convertir esta prosa en poesía? Lo mismo, pero como si fuera una poesía. F me mira, pero sin opinar, y guarda la hoja.

F se sienta con las piernas abiertas, se para con las manos en los bolsillos; pero también a veces se pinta los labios. Cuando se ríe, yo diría que es una mujer. Pero cuando se va caminando por el pasillo y la veo de espaldas, sé que es un varón.

Pasa el tiempo. Casi estamos a fin de año y, un día, después de clase, F me sigue hasta la sala de profesores. Quiero que me cambien el nombre en la lista, me pide. ¿Por cuál? Por Francisco. ¿Seguro? Sí, estoy seguro. Quizá deberías darte un tiempo más. No, quiero que sea ahora. ¿Lo hablaste con tus padres? No. ¿Entendés que me gustaría primero charlarlo con ellos, no? Sí, no hay problema. Bueno, dejame verlo. ¿Usted me avisa? Sí, claro. Bueno, aquí tiene.  Me entrega un cuaderno símil Rivadavia, de hojas rayadas, y se va. En medio de un pasillo, me quedo sola con ese cuaderno en las manos. Poemario versátil se llama.  Dos de sus amigas están esperando a F a tres metros y, cuando las alcanza, se van los tres abrazados. Cruzan las puertas de vidrio que conducen a su claustro y sus cuerpos desaparecen en medio de otros que entran y salen. 

Hay un epígrafe en el cuaderno: Esto empezó el día que me pidió que hiciera un poema con lo que yo había escrito sobre mí. Hago rápido una lectura diagonal: los poemas manuscritos en birome están todos fechados, desde el 11 de mayo hasta el 10 de octubre. La dedicatoria dice: Para S.M., por impulsarme a descontracturar mis textos hasta convertirlos en esta prosa líquida. Pero no sigo adelante. No puedo, porque tengo que ir a dar clase a otra división y, al fin, no sé si esto no me está comprometiendo demasiado. Hablo con Beatriz sobre F: ella es la psicóloga y sabrá qué se puede hacer; va a charlar con F, me dice, y, luego, con el rector para resolver el tema más inmediato del cambio de nombre en la lista.

Pasan unos días y yo no le digo nada a F sobre su poemario versátil. Pero lo del cambio en la lista se hace sin dilación. Sé por Beatriz que los padres no tomaron a bien la noticia, que no sabían qué estaba sucediendo, dijeron. No se imaginaban nada de nada, parece, de lo que le pasaba a F, que ahora se llama Francisco. Yo también me pregunto cómo es que ningún profesor percibió alguna cosa hasta el momento.

Leo los poemas del cuaderno de un tirón, como tratando de encontrar alguna pista sobre lo que estuvo pasando con Francisco. Hay muchas. Para distinguir etapas cambia de color de lapicera, y eso me permite clasificar estados de ánimo y situaciones que vivió. En la última página, está escrito: Gracias por ser mi espacio seguro este año. No sé si me lo dice a mí o a la poesía. Se me ocurre que enseñar es escribirse a uno mismo, y también ayudar a los otros a leerse. Entonces, me doy cuenta de la libertad que dan las palabras, en ese resguardo que son las palabras todavía. Y me quedo pensando en el monte Fuji, que desde hace un tiempo es fondo de pantalla en mi celular. En las varias vidas que tenemos.

 

 

 

 

 

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