CHARLIE PARKER. EL PERSEGUIDOR DEL TIEMPO


                                          Encuentro gigante: Charlie Parker,

Thelonious Monk,

                                                         Charles Mingus y Roy Haynes.

                                            

                                  EL TIEMPO ARDIENTE Y PERSEGUIDO

        Cuando nace una calurosa mañana de fines de agosto en una calle desgraciada de Wyandotte County, en Kansas City, nadie sabe –ni podrá creer jamás− que, en esas toallas delgadas como papel de tanto uso, esos brazos ladinos y ardientes como el mismo infierno de un  borracho y pendenciero cliente de prostíbulos arrullan a un soplador legendario. “Si te metes en problemas, tienes que decírselo a mamá”, es el primer consejo que escucha de una gorda astuta de ojos blancos como bolas de billar, despatarrada en la cama, que tendrá siempre guardado en el bolsillo de su delantal entre 150 y 200 dólares para las “emergencias” de su hijo, al que los fanáticos llaman Bird. Yardbird, en realidad, “pájaro de patio trasero”, porque en los inicios –cuando es un don nadie, un muchachito medio vago − se queda escuchando una banda tocando en la parte de atrás de los locales.

        Es el año veinte del siglo veinte y en Kansas hay una efervescente escena musical, fruto de la vista gorda con el juego, las putas y las drogas. Este par de ajenos a la fama de cualquier tipo, insólitos habitantes de una casa llena de agujeros, acarician al negrito recién nacido, así como de un soplo, con las mismas ásperas manos que deslizarán por el bronce satinado del saxo Selmer, inyectado de llaves de metal, que le compran la primera vez, y otros tantos, que él tiene que empeñar una y otra  para pagar sus deudas de heroína. “Sé fiel hasta la muerte” es la frase que una vez lee en el Apocalipsis y la hace carne. Moose the Mouche. Relaxin’ at Camarillo. Charlie Chan o C. Bird o C. Paker. La vida es, para él, transmutar en diferentes máscaras. Hasta que en un subte de un cuento sudamericano siente que esa canción la está tocando mañana. Y entonces es el fin de fiesta con su traje terrenal. Ese con el que corre por un estudio en vivo dando saltos de contento, mientras toca levantando y bajando la cejas para marcar el compás. Con el que se abraza ardiendo a la trompa que despide lucecitas cada vez que él mire a través de ella con el último aliento que le sale, llorando después, secándose los ojos con las manos sucias, pero gozando con esos sonidos tan limpios, tan improvisadamente luminosos que solo él puede desgajar uno por uno, con un poco de violencia a veces, pero por lo general con la dulzura del que se encuentra con la mujer que ama desde que el mundo no es mundo.

        Abre la puerta de la música hasta que tiene que parar, porque se va a un sitio muy lejano dentro de sí mismo y tiene miedo de caerse de cabeza. Y se cae de cabeza viendo en la televisión The Dorsey Brothers’ Stage Show, el programa de variedades tan sonso, pero que a él lo hace sonreír con toda su grandísima dentadura, lo hace saltar sobre el sillón dando golpes a los almohadones con sus puñitos electrizados, y ametrallar el aire con el hipo que no acaba de convertirse en carcajada. Se muere literalmente de un ataque de risa. Se queda ahí sobre el sillón y no respira más. Se va para adentro y para el ayer y todos los mañanas. Looked like Buddha, dice Kerouac, el hombre negro divirtiéndose con un malabarista que juega en la pantalla. Se ríe como un loco hasta que las tripas le arden; pero, al fin, su redonda cara de Buda queda entre la luz y la serenidad flotando sobre las notas del largo adiós por los suburbios del tiempo. 


       


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