LA CASA DE BORGES

 


                                                    La casa de Borges

Dos casas de Borges llamaron la atención a innumerables lectores. Una es la de puertas de número infinito, abiertas día y noche a los hombres y animales. En ella, reina la quietud y la soledad, cualquier lugar es otro a la vez y solo es recorrida por un prisionero, el ilustre Asterión. Esta casa es el mundo, aunque cercada por el hilo de una mujer. En la otra casa de las que hablo, hay una escalera empinada y un sótano. La casa es el sótano; el sótano, una esfera tornasolada. Allí está el mundo y tiene el nombre de una posible variante de un virus mutante y peligroso. Después están las otras casas. A estas últimas, puedo acceder más fácilmente. La que me interesa está en un tramo de la calle Tucumán, en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, en una cuadra taquicárdica y hollinosa, entre un supermercado chino y una fotocopiadora. El número: 838. Tiene azotea, zaguán, dos patios, un aljibe y varias habitaciones hiperventiladas.

−Buen día−me presento−, ¿esta fue la casa de Borges?

Arrastro mi pequeña valija a rueditas por el pasillo que me conduce a una puerta y después a una escalera tortuosa y después a un pasillo y después a otra puerta que tiene escrito una letra que no alcanzo a ver, pero que sé que la distingue de otras puertas que dan al mismo distribuidor. Adentro, está más cálido todavía. Desde Ginebra no imaginé así esta noche de verano en un silencioso cubículo insignificante, al que me impulsó mi pasión por los laberintos y la humanidad en estado de barbarie. Miro las paredes cubiertas de sugerentes manchas de humedad, el polvo agazapado en los rizados bronces que simulan formas vegetales del respaldo de la cama, en los alargados flecos de hilos de vidrio que cuelgan de la lámpara de techo. Hay una mesa ovalada y una silla; un hogar a leña; una vitrina; junto al hogar, un reloj a péndulo; a los pies del reloj, una caja con veneno para ratas. ¿Dónde está la biblioteca que inspiró el “Poema de los dones”?, me pregunto. Veo al lado de la cama una suerte de columna de madera que hace las veces de mesita de luz sobre la que han puesto una lámpara pequeña y un teléfono a disco; la columna termina en una hornacina con una virgen. Esto no es de la época de Borges, me imagino. Y me dispongo a esperar al fantasma.

Tengo una técnica para captarlos. Un secreto instructivo que sigo prolijamente hasta que queda la mente en blanco, en una suerte de asombroso instante de abstracción parecido a esos en los que, por ejemplo, estamos mirando a la cara a alguien que nos habla y que cree que lo estamos siguiendo con meticulosa atención, pero al que no le prestamos el menor apunte porque en realidad estamos suspendidos en un viaje a una idea, un recuerdo que nos ha arrebatado. De esos breves pero intensos momentos despertamos de manera brusca con la sensación de que se ha hecho un claro en la mente y que hemos descubierto algo. O cometido un pecado. Yo veo lo que sigue: un huevo de cristal que, colocándolo en un ángulo de 137 grados en dirección a un haz de luz, deja ver que ciertos objetos se mueven dentro de él y que, si se gira eL huevo, cambian las imágenes. Veo un libro de arena; veo una moneda común de veinte centavos, que tiene grabado el año 1929 en el anverso; veo un nombre: Tadeo Isidoro; veo la página 278 del libro La poesía, de Croce; veo bolitas de miga y una daga desnuda que cae a los pies; veo espejos que tienen algo de monstruoso; veo un departamento en la calle Laprida; veo una canoa de bambú, el fango sagrado, al hombre taciturno que viene del Sur; veo una isla al mediodía en pleno Egeo, con la espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas; veo el simétrico jardín de Hai Feng; veo que a una cara la cruza una cicatriz rencorosa; veo la Historia de la secta de los Hasidim entre los libros enfilados en un placard; veo una obra visible y otra, invisible; veo a un deán y a un mago en un gabinete de artes mágicas; veo los amarillos losanges de una ventana; veo a un par de hombres y a una mujer caminando hacia un prostíbulo; veo un zanjón de mala muerte y un almacén rosado; veo la conjunción de un espejo y una enciclopedia; veo una oscura librería y dos hombres buscando el mismo libro; veo galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, interminables pisos inferiores y superiores, anaqueles que cubren todas las paredes hasta el techo y la Poética de Aristóteles sobre una mesa; veo a Juan López y a John Ward; a Juan Muraña y a Jacinto Chiclana; veo a una mujer en la ciudad inglesa de York; veo indios de ojos azules; veo un chambergo tirado en la dilatada llanura;  veo a la sacra Babilonia, que no es sino un juego de azares infinito; veo a Carlos Argentino; veo una máquina que reproduce imágenes extraídas de los espejos, el sabor, los olores, la temperatura perfectamente sincronizados; veo a Funes, con su oscura pasionaria en la mano; veo una noche rarísima, callejones de barro duro, caña, milonga y a la Lujanera durmiendo en un rancho; veo el monosílabo moon en un artículo de John Wilkins y el nombre de H. G. Wells en el margen superior de las páginas de un cuento; veo tantas cosas que mis ojos se secan y, al volver de pronto a la habitación de aire polvoriento y luz grisácea, creo que estoy casi ciega. Siento infinita veneración, una melancolía infinita. Pienso en que ahora conozco el laberinto y el caos. Y en que ya puedo volver a Ginebra.     

 

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