OTRA VEZ CORTÁZAR


 

Borges en Ginebra. Cortázar en Paris. Por qué nuestros grandes escritores se prefieren lejos.

Los enigmas y secretos de la tumba de Borges son propiedad de Martín Hadis y el relato de un último viaje o el casamiento que todo el mundo se creyó con derecho a discutir, de María Kodama. Como es febrero y es posible que se recuerde próximamente, en todos los medios, a Julio Cortázar, su autoexilio, su “gorilismo” o la militancia comprometida con la revolución cubana, el cambio de look, el desplante de Alfonsín, podemos, en cambio, tener en cuenta las imágenes que algún viajero recoge en estos días en el cementerio de Montparnasse, su lápida plantada en un día desabrido de invierno, qué colorida y al mismo tiempo, qué triste que es.    


Tumba de Cortázar en Montparnasse. Los lectores dejan flores, piedritas para jugar a la rayuela, notas y tickets de metro, amuletos, cigarrillos y hasta marcas de besos con lápiz labial rojo o inscripciones sobre el mármol blanco.


Está escondida entre otras muchas anónimas, junto a la de su última mujer, la fotógrafa Carol Dunlop, a quien lloró sombríamente. Se la había encargado a su amigo el artista plástico Julio Silva dos días después de la Navidad de 1983. La escultura de un imaginario cronopio -ese “dibujo fuera del margen”, como llamaba el escritor al personaje inventado por él- sirve de orientación.

¿De qué murió Cortázar? La voz oficial dijo “leucemia”. Pero la últimamente tan comentada escritora uruguaya Cristina Peri Rossi (Premio Cervantes 2021) contó otra historia en una entrevista de Clarín y, luego, en un libro inconseguible en Buenos Aires: Julio Cortázar y Cris, crónica de una intensa amistad. “No murió de cáncer, como se especuló, sino de sida”. Según supo estando en contacto con el mismo escritor, este habría contraído la enfermedad cuando, en 1981, le hicieron una transfusión en el sur de Francia a causa de una hemorragia estomacal con sangre contaminada proveniente de la Cruz Roja, cosa que una vez descubierta produjo un gran escándalo y la destitución del ministro de Salud Pública. En la época, no se realizaban como hoy análisis previos porque el sida era desconocido. “La verdad es que la enfermedad que padeció Julio no estaba todavía diagnosticada, no tenía una denominación específica, se le llamaba ‘pérdida de defensas inmunológicas’, explica Peri Rossi. Cortázar, a la vez, habría infectado a su mujer, quien mostró lamentablemente muy poca resistencia.

El viaje de Cortázar a la Argentina en días de la inminente asunción de Alfonsín tuvo como objetivo saludar a su madre muy mayor, tal vez con el cálculo del escritor de que era a él al que le quedaba poco por vivir, aunque “no estaba para nada en sus proyectos eso de morirse”, asegura Saúl Yurkievich, uno de los críticos que tuvo a cargo la edición de Rayuela para la Colección Archivos de la UNESCO. De hecho, se lo fotografió caminando y firmando autógrafos solicitados por los sorprendidos lectores de la calle Corrientes y asistió al único acto público durante la visita: el homenaje de Teatro Abierto (un movimiento cultural contra la dictadura argentina 1976-1983) en el Margarita Xirgu. Patricio Esteve, autor de La gran histeria nacional y profesor de Literatura Argentina en el CNBA donde lo conocí -un tipo sumamente ingenioso, de esos que gozan de la docencia y no que la sufren-, me contó que Cortázar llegó a la función con las luces apagadas y cuando ya había comenzado; subrepticiamente, ocupó un asiento en mitad de la sala. Cuando terminó la puesta y las luces volvieron, el público lo descubrió. “Todos, pero todos se pusieron de pie, lo rodearon y lo aplaudieron. Cortázar terminó llorando, nena”. Lloró porque se había reencontrado con los lectores, que eran sus amigos incondicionales. 


Cortázar en su última visita a Buenos Aires


Mientras, las autoridades electas, que supuestamente le iban a rendir honores, lo dejaron pasar. Se han dicho muchas cosas sobre la razón por la que Alfonsín quería recibirlo y desistió después. Ya no importa. "El entierro fue tristísimo. Un frío polar y un solcito que algún piadoso dios pagano hizo filtrar entre las ramas, como para que el cronopio mayor se fuera bajo una imagen bonaerense", sintetizó Javier Fernández, en una carta enviada a Héctor Yánover, de Librería Norte. A Cortázar, el mismo año de su muerte se le concedió el Premio Konex de Honor. Pero ya no importaba.

 

Un melanoma y el suplemento de cultura de Clarín

Tomamos el buque avión hacia Colonia, Uruguay, muy temprano por la mañana. Era 10 de febrero de 1994. Podíamos desayunar en la cafetería a bordo y visitar el free shop; pero, además, nos “vendieron” -a fin de persuadirnos- la posibilidad de entretenernos en cubierta para disfrutar al aire libre, en un viaje que tenía una duración de poco más de media hora. No estábamos, sin embargo, muy atentos a estas ventajas. En diciembre nos habíamos casado y tenido nuestra luna de miel en Chile; un par de semanas antes del viaje a Colonia, había ido a buscar al laboratorio del Prof. Dr. Gabriel Casas la biopsia de un lunar que tenía en la oreja derecha y que me sangraba: Melanoma Clase 3 en la escala de Clark. Una semana atrás, había pasado por el quirófano. Lo único que me preocupaba a mí, en ese momento, era ocultarme del sol y a los dos, despejar la cabeza.

A la entrada del buque, nos regalaron el suplemento “Cultura y Nación”, del diario Clarín, que tenía una foto en primer plano de la cara barbuda a lo Che Guevara de Cortázar. Una emisión especial a diez años de su muerte, con artículos de Jorge Aulicino, Luis Sepúlveda, Ana María Barrenechea, Carlos Fuentes, Vlady Kociancich, Alan Pauls, Beatriz Sarlo, Abelardo Castillo, entre otros. Lo primero que hice, al llegar a Colonia, fue buscar una librería y comprarme Rayuela. Leer siempre fue (y es) para mí la salvación.



Hacía diez años que había cursado Letras y me había recibido, pero de Cortázar había leído sólo los cuentos, la novela El examen -porque tuve que reseñarla para una revista literaria dirigida por Fernando Sorrentino y Juan José Delaney- y había escrito un ensayo sobre “Instrucciones para John Howell”, gran relato, que se publicó en conjunto con una versión fílmica española protagonizada por Héctor Alterio. De Rayuela había hecho solo una primera lectura rápida, como para enterarme, y de un volumen prestado. Yo también pensaba en ese tiempo, como David Viñas, que era una literatura que envejecía y atrasaba.

Pero, entonces, con una posible metástasis encima, con el tiempo que se reducía en todo a un poco más de media hora, con muchas ganas de llorar, con tanto miedo, con mucha bronca, con lo que me estaba pasando por dentro, Rayuela fue el ancla. La semana en Colonia, la dedicamos a leer sin parar en voz alta los dos a la sombra. Paris -como también decía Viñas-, era una mitología necesaria y la promesa de otro viaje diferente.

Una vez, en un encuentro docente en una ciudad de provincia, me tocó hablar de Silvina Ocampo. No sé desde qué lugar de intelectual presuntuosa, de Horacia Oliveira trasnochada, señalé que la Ocampo era una mujer diferente de esas narradoras que nos hacen fácilmente emocionarnos y llorar. Para ejemplificar este último caso, mencioné a Poldy Bird, en fragante contradicción con mi pasado adolescente tan fan de ella, cuando leí con cariño Cuentos para Verónica y otros dos libros suyos que circularon como agua corriente en los setenta. Quizá, después de tantos años y de cursar la carrera más inútil del planeta, me habré sentido orgullosa de “haber crecido” como lectora y haber llegado a ser una profesional que selecciona sus lecturas con destreza y habla sobre ellas con el gesto irrefutable y amargo de un Viñas. Quién sabe. Cuando terminó la exposición, una maestra se me acercó y me pidió hablar un minuto a solas. Me preguntó por qué yo tenía esa fea opinión sobre Poldy Bird. Habló con serenidad y mesura, no quería polemizar sino saber. Mientras lo hacía, se estiraba con una mano la pollera con un ademán tímido, inquieto. Es posible, le contesté, porque a la distancia uno se da cuenta de cuáles son los libros que establecen una buena conexión con los lectores, pero que no son muy valiosos. ¿Cuáles son los libros valiosos?, me preguntó. Y agregó sin ánimo de retrucar, sino sólo queriendo mostrarme lo que sentía: Yo tuve una fea adolescencia, doctora -comenzó a explicarme, atribuyéndome un título que no tengo-. Muy triste, para qué contarle. El único momento que yo recuerdo de felicidad es cuando leía los cuentos de Verónica y los otros, para leer sin rimel. Yo lloraba cuando los leía, pero me sentía tan bien. Por eso esos libros son valiosos para mí.

 ¿Por qué leer Rayuela hoy?              

Beatriz Sarlo se pregunta, en un artículo, cómo leer Rayuela hoy y señala que ella formó parte de una generación que “exprimió” Rayuela, que lo “dieron vuelta”, que “le revisaron todas las costuras”, que “no quedaba nada por hacerle”. Entonces, ¿por qué seguir con Rayuela?

Por nada, se contesta, excepto por “nuestro recuerdo de Rayuela”. Para algunos, su lectura significó la iniciación literaria; para otros, el boom que abrió un capítulo nuevo en la llamada literatura latinoamericana, a la que le dio identidad. Rayuela fue una moda intelectual que, como señala Mario Vargas Llosa, generó un efecto sísmico entre los escritores, les enseñó que escribir era una manera de divertirse, que “jugando se podía sondear los misteriosos estratos de la vida vedados a la inteligencia lógica" y que les dio la libertad “para violentar las normas establecidas de la escritura”. Es así: Rayuela dejó en claro que la tarea del escritor contemporáneo implicaba “oxigenar” el lenguaje, desescribir y, sobre todo, inventar.    

En un chat de amigos, se habló de Rayuela, a raíz de que alguien, en algún medio, comentó que de joven le había gustado el libro, pero que pasados los años prefería no releerlo porque iba a confirmar que no era valioso. Entre mis compañeros de chat, hubo un par que opinó lo mismo: que de jóvenes habían sido fanáticos de Cortázar, pero que al releer la novela se habían aburrido. Salvaron los cuentos, sin embargo (de los cuentos escuché decir que tienen un mecanismo recurrente y que, por lo tanto, hoy en día no revisten novedad. Creo que la clave está en ese “hoy en día”). Coincido, igualmente, en que Rayuela es una literatura para jóvenes. Cortázar era consciente de esto: siempre señaló que había escrito un relato para gente madura, la de su generación, y que lo sorprendió descubrir que había conectado con la sensibilidad de los más jóvenes, quienes le escribían para contarle que se sentían igual que el personaje. Un fenómeno semejante al de la novela Werther, de Goethe -salvando las distancias-, de la que se discutió si el joven personaje había contagiado su falta de arraigo y desajuste con el medio, y su consecuente inclinación suicida, a los lectores adolescentes y alemanes que masivamente se sintieron identificados con él o si, por el contrario, la novela había captado algo que estaba en el ambiente y lo explicitó. Como fuere, Rayuela tuvo un alcance que su autor nunca calculó. Mis alumnos de quinto año de la escuela secundaria lo leían sin ningún propósito evaluable hacia el fin de la cursada, casi todos los años. Lo único que yo les pedía era que hicieran un trabajo creativo en grupo, que revelara lo que más los había conectado con la historia. Rayuela fue exactamente esto: un libro que leímos con ganas en el marco del aula (lo que no es fácil ni habitual, los docentes lo sabemos). Lo hicimos de forma desprolija, a lo que saliera en cada hora de clase, abriendo entradas posibles al azar. La lectura no pocas veces nos emocionaba. Hubo propuestas de todo tipo por parte de los chicos: una banda de música de jazz que integró en un mini recital diversos temas mencionados en la novela con lecturas de fragmentos; juegos de azar con diccionarios, rayuelas, ocas y ludos; taller de mandalas; un juego de video con escenas y finales alternativos; un mapa de Paris interactivo para seguir los pasos de Horacio y la Maga, juntos y separados.







                                        Maqueta de la habitación de la Maga y Horacio (CNBA. 5to año)

Por qué se combate tanto a Cortázar? Es muy probable que su valoración esté cruzada por sus ideas políticas: el autoexilio a propósito de la idiosincrasia peronista de los años cincuenta que le resultaba francamente insoportable; el compromiso con la revolución cubana después; su adhesión al radicalismo alfonsinista como opción post dictadura. Escuché, en estos días, que lo caracterizaba el coreanismo del medio. No vale la pena, desde mi perspectiva, discutir estas contingencias. Los libros te “tocan” o no; te emocionan o no; te dan un placer intelectual o no. Te gustan o no te gustan. Y a mí Cortázar me gusta.

Una vez por twitter alguien vio una foto que publiqué en la que estaba con Vargas Llosa en el Congreso de la Lengua Española, celebrado en Córdoba, en 2019, y comentó: “Hay que ser valiente para fotografiarse con Vargas Llosa” y -supongo que inmediatamente- me bloqueó. No sabe -no tiene por qué saberlo, claro- que haber leído a Vargas Llosa y a Cortázar nos hizo a mí y a mis alumnos casi ser felices. Y que el buen lector (el que lee porque sí) no es ni peronista ni no peronista; ni castrista, macrista o bilardista.     

 




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