CLAIRE KEEGAN. COSAS PEQUEÑAS COMO ESAS.
HISTORIA CON IRLANDESES
La pared trasera
de la lavandería de Gloucester Street, la última
de las infames
lavanderías de las Magdalenas.
“no hay nada escondido que no salga a la luz, ni nada tan secreto
que no llegue a conocerse claramente” (Lucas 8, 17)
Entre 1922 y 1996 hubo
seis lavanderías funcionando en toda la República de Irlanda. De las diez mil
mujeres jóvenes, muchas de ellas madres solteras, mendigas o ladronas de poca
monta; algunas, con problemas de aprendizaje y víctimas de abusos; otras,
prostitutas -“mujeres caídas” como las llamaban a
todas-, a quienes nadie reclamaba y que fueron
encerradas y forzadas a realizar trabajos físicos duros, como esclavas, sin
recibir compensación alguna, en virtud de contratos con el ejército, oficinas
de gobierno, hoteles y hasta la compañía cervecera Guinness, a Claire Keegan
le interesa una que está atrapada en un cobertizo de carbón y no puede estarse
casi en pie en medio de un camino de excrementos. Con miedo hasta de sus uñas
largas y negras, con unos ojos negros también, dos sorprendentes agujeros que
buscan al hijo que le sacaron; ardiente, sin embargo; con los pechos que gotean
leche por debajo de la camisa sucia. El hecho sucede en uno de los Asilos de
las Magdalenas, bajo la tutela de las Hermanas del Buen Pastor, en New Ross,
condado de Wexford. Allí, ella y el resto de las penitentes, pretendidamente
obedientes y sobre todo silenciosas, no tienen un Jesús delante que les perdone
los pecados.
Cosas pequeñas como
esas
se llama el relato del que hablamos que -como toda nouvelle- es breve
(apenas 94 páginas) y con unos pocos personajes, un secreto que no se devela (pero
no importa) y un final en el que queda flotando una idea. Una emoción. La
escena comienza en unos árboles amarillos de octubre y los prolongados vientos
de noviembre; en el río Barrow, pura cerveza negra ebullecente contra los
muelles desvencijados, rotos, como todo en ese país en 1985, cuando la crisis
económica obligó a los más jóvenes a emigrar y a los más viejos, a refugiarse
durante la semana en el trabajo bruto y los domingos, en misa. Pancho Azamor,
un profesor amigo que se había casado con una irlandesa cuya familia vivía en
un castillo en las afueras de Dublin, me explicó una vez que para los
irlandeses el catolicismo no es una religión sino un símbolo nacional. Así es: el
pueblo de New Ross, en la ficción de Keegan, es un enorme convento en el que
las monjas son señoras de la nada y esclavas de un párroco invisible. Es una oficina
de correos, un mercado, un colegio, un lavadero y una cafetería donde el
corazón se pone en Dios y las manos -como se decía en el colegio de monjas
irlandesas donde me eduqué-, en el yugo diario. Es una boca torcida, una mirada
oblicua, una cuchilla de frío atravesando el pecho, un rosario colgando de un
perchero. Es lo que son. Lo que no saben que son: pobre gente que aprendió que
la discriminación y el chisme le sirven para diferenciarse de uno que no es del
rebaño y someterse a un poder que no comprende ni busca comprender. Y les
funciona. Por eso hacen silencio.
El protagonista es Furlong, el carbonero, quien sólo ha conocido a su madre, al que en la escuela habían apodado con nombres desagradables; el bueno de Furlong, que genera confianza y se dedica a lo suyo; el que sabe que son muchas las cosas que se ven mejor cuando no se está tan cerca. Dice Keegan de él que es un hombre inquieto que se mueve en un camino de mentes ociosas y de chismes de pueblo. Por eso también da vueltas en la periferia sobre un tema que es el principio de muchos relatos: la búsqueda del padre. Como Juan Preciado en el desierto de México, que quiere tener de apellido Páramo; como Josué por la pampa brasileña del sertón, según la película Estación Central, de Walter Salles. Como K, en El castillo, en el que un agrimensor vaga sin llegar a ninguna parte, pero sobre todo sin poder acceder a Dios Padre. Furlong es esto: el hijo perdido en las redes de la ley inescrutable de los que tienen poder y los demás. Tiene una mujer y cinco niñas, pero no un varón que perpetúe su nombre. Piensa: no soy más que un eslabón en una cadena de mujeres. ¿Quiere decir todo esto que se trata de una nouvelle sobre la extremadamente publicitada cuestión de género? En parte, sí. Pero definitivamente
Lavandería de las Magdalenas en Inglaterra a principios del siglo XX.
El problema que trata la novela es mayor: la discriminación del más débil, al que no se respeta. Y que aquí es el protagonista. Los demás quedan en un segundo plano. Sin embargo, nadie es primero ni último; nadie, bueno ni malo del todo, parece querer decir Keegan. Todos los hombres somos una mezcla, y podemos dejarnos guiar por nuestros instintos más atávicos y, a veces, nos inspira la inocencia y el entusiasmo del chico que está escondido en nosotros, pero respira. Hay cosas que no salen a la luz después de mucho tiempo, por ejemplo, tantos pecados de la fe católica que profeso y que avergüenzan, pero ¿quién se condena de una vez para siempre? Me gusta este relato que habla de lo poco que es mucho, de lo que de verdad somos, porque deja el ánimo templado y los ojos con agua.
Un dia gris leyendo a Cortazar te encuentro te leo y es como si me introdujera en esta historia supongo Irlanda del sur !! Catolicos cinicos !! Ahora me doy cuenta que estoy viva ,libre y que nada de esta podra pasarme ni a mi ni a ninguna mujer en este mundo ,ningun niño ,sera sometido. Me encanto tu blog Muchas gracias amigo cortaciano !!
ResponderEliminarGracias por tu comentario!
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